La mano se soltó del manubrio y me percaté que me sería imposible recobrar el equilibrio. Me abstuve de realizar alguna acción que empeorara las cosas y me dejé caer, literalmente. Puse las manos al frente, para que fueran las primeras en tocar el pavimento. Una vez en el suelo, mientras la inercia de la caída provocaba que continuara en el suelo, veía mis brazos causando fricción con el asfalto y pensando en que ahora las palmas de mis manos se despellejarían. Las manos pasaron a una preocupación secundaria cuando me di cuenta que la bicicleta estaba atrás de mí y que ahora rebotaba y se elevaba, para mi infortunio, no más arriba de mi cabeza. Parte del cuadro de la bicicleta me golpeó en la coronilla.
Me levanté rápido para verificar los daños: mis manos no se despellejaron, al parecer, gracias a que calleron sobre una tarja metálica. No fue la misma suerte de mi antebrazo, que sufrió un raspón, leve si consideramos lo aparatoso de la caída. Una parte de mi pelvis también tuvo un raspón. Al parecer, otro golpe estuve en la rodilla izquierda, al menos eso parecía indicar el dolor que ahí sentía.
Levanté la bicicleta esperando que la cadena safada fuera su único problema. Demasiado optimismo. El freno, roto, una palanca de velocidades también y el más costoso de los daños: el manubrio se dobló completamente. «Qué poca resistencia», pensé sobre mi bici.
Ya mandé a repararla. Después de eso, continuarán los experimentos de viajes sin cascos…pero me dedicaré a buscar mis guantes.
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