Ha entrado un norte y el viento alborota todo lo que puede: azota la puerta, zarandea las ramas y chifla. Quiere jugar y yo quisiera salir con él, aunque me llene los ojos de tierra.
Sin embargo, todos me recomiendan quedarme en casa, no porque haya mucho viento. Hay mucho miedo. Y les hago caso, no es para menos. Veracruz no es lugar donde crecí, ya no.
A los seis años cruzaba un par de cuadras para ir al parque Zaragoza y jugaba hasta aburrirme, o hasta que dieran las 8 de la noche, mi hora límite. A los ocho años recorría en patines El Coyol, hasta que el sol me extenuaba. Cuando los patines ya no me quedaban, los cambie por recorridos en bicicleta. Entre los 12 y 14 años, caminaba durante la noche por calles sin pavimentar y sin preocuparme.
La noche es agradable. El viento sopla fuerte, pero no tanto como para arruinar una visita al mar. Quiero proponerle a la gente que caminemos por el bule. Es insensato.
«Veracruz es como Tierra Media», pienso en una fantasía tolkiana. «Ha sido tomado por una horda de orcos, libres para robar, violar y matar, que sirven a malos gobernantes.» Uno se siente como un hobbit incapaz de defenderla.
Escucho las noticias de los periodistas que son amenazados y asesinados, de los jóvenes que son torturados y desaparecidos, de las mujeres que son ultrajadas (y también asesinadas). La justicia parece haber corrido con la misma suerte. Aún nadie sabe de su paradero ni se tienen detalles de la última vez que se le vio.
No se puede pronunciar «Sólo Veracruz es bello», aquel viejo eslogan del estado, sin sentir que uno es sarcástico. Veracruz aún es bello, pero ya está muy manchado de sangre, mierda y corrupción como para notarlo.
¿Qué puedo hacer yo, que no me encuentro aquí mas que de visita? ¿Llenarlos con las malas noticias que recibo a diario? Estoy al tanto de cada una para verificar que no se trata de un amigo o de un compañero. Como si las noticias que escuchamos ya no fueran suficientes para saber que todo está mal. Lo que necesitamos saber es qué hacer. Y no tengo ni puta idea.