Archivo mensual: marzo 2017

Por nada suceden las cosas

I

De vez en cuando, se nos cae el mundo. Los planes, los amigos o nuestro cuerpo nos fallan, o todo al mismo tiempo y nada podemos hacer para evitar el desastre. Para consolarnos, no faltará quien nos diga: «Por algo suceden las cosas».

Esa frase no dice nada se quejaba conmigo Nidia, amiga del Instituto de Biología.

Nidia me platicó sobre un médico, amigo suyo, que había sido aceptado en la especialidad de urgencias. Al poco tiempo de empezar, se enfermó y le dieron varias semanas de incapacidad.

Cuando se recuperó, le dijeron en la especialidad que lo habían dado de baja porque tiene un límite de días de incapacidad.

Su familia lo visitó y lo consolaron con el lugar común.

—Quizá no era para tí. Por algo suceden las cosas.

Esta frase apunta a la causas finales del infortunio. Sugiere que existe un plan divino que se interpone entre nosotros y nuestro deseos para ofrecernos un bien mayor o salvarnos de lo peor. Sin embargo, no hay una teleología en la desgracia. Ésta ocurre todo el tiempo y no necesita justificarse con razones. Lo peor siempre puede suceder. Sucede continuamente.

II

Este mes empezó mal para mí. No ahondaré en detalles, sólo diré que dormí mal y me sentí agobiado. No era la primera vez que estaba en una situación similar, pero sí era la primera después de vivir un par de años de comodidad.

Esta situación me obligó a retomar proyectos abandonados que ahora se ven próximos a realizarse. Aunque los problemas no se han resuelto, comienza todo a tomar buen cauce. Me da tentación pensar que «todo sucedió por algo». Me mentiría. Las cosas suceden. A veces podemos controlarlas, a veces no.

La buena fortuna tiene un poco de azar, un poco de conquista.

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Palabras que no sirven para bailar

Me pusieron un siete en segundo de primaria por no querer bailar. Me enojé con la maestra y no quise estar en su clase. Los adultos interpretaron mi molestia como «al niño no le gusta el baile».

—¿No te gusta bailar? Si no te gusta no tienes que tomar la clase.

Yo estaba enojado. Cuando me enojaba, destruía cosas. En esa ocasión destruí mi relación con el baile.

—No, no me gusta bailar.

Y no bailé en público por mucho tiempo.

La verdad es que me gusta bailar desde que tengo memoria. Bailar de todo: desde conciertos para piano de Mozart hasta el rock rupestre, pasando por los bailes de salón.

En la clase de baile de la primaria, me consideraba el mejor bailarin. Nos enseñaban danza folklórica y en la coreografía, era el primero en salir. En algún momento ensayamos en un lugar distinto al habitual y la maestra me corregía seguido los movimientos. Me quejé.

—Aquí no me acomodo para bailar.

Ella contestó con un refrán.

—El que es perico, donde quiera es verde.

Si quieren hacerme enojar, contéstenme con refranes. Me enojé y esa fue mi última clase de baile en primaria.

Nunca le conté la verdad a los adultos. Les parecería mi enojo una ñiñería y me enojaría más por eso. Ellos estaban dispuestos a aceptar mi actitud rebelde si decía que no me gustaba el baile. A los siete años, ya sabía decir cosas que no sentía.

El problema después era ser consecuente. Había dicho que no me gustaba el baile. No podían verme bailar. No bailé en mucho tiempo. Cuando lo volví a intentar, ya era un tronco.

He intentado varias veces tomar clases de baile y no vuelvo a la segunda clase. Me fastidian los instructores. Siempre te dicen palabras que no sirven para bailar.

—Sólo siente la música.

Caray. ¿Creen que no siento la música? Mi problema en el baile no es «no sentir la música». Mi problema es no poder darle la estructura que ellos quieren al ritmo.

Luego, conocí la danza contemporánea. Me gustó por la libertad que expresa: movimientos largos, a veces lentos, a veces rápidos. Sin embargo, nunca he intentado aprenderla. Cuando estoy solo o con alguien de confianza la imito. Seguramente ninguno de mis movimientos son gráciles,  pero me divierto.

También el punk me atrajo para «bailar». Lo pongo entre comillas. Varios me han señalado que el slam no es un baile. Sea o no sea, me agrada aventar mi cuerpo como si estuviera poseído y chocar en un espacio donde todos adoptan movimientos brownianos.

Aunque me divierta con movimientos convulsos y caóticos, quisiera algún día aprender a bailar bien. No como un profesional, pero al menos para poder hacerlo en compañía. Quizá algún día me encuentre con una palabra que sí sirva para bailar, o quizá descubra la clave para descifrar aquel lenguaje corporal que me resulta tan críptico hoy en día.

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La vida de cuadritos

En algún momento, el ajedrez pasó a ser para mí más un remedio que un entretenimiento. Un remedio para no sé qué, pero un remedio. Acudo al tablero como acudiría al médico si supiera pedir ayuda.

Primero, busco a mi contrincante. Prefiero a los contrincantes conocidos, con quienes sabes qué juegan. No es fácil, están ocupados y para la mayoría de ellos el ajedrez sólo es un entretenimiento, no un remedio. No entienden esa urgencia por echarse una partida.

Si no consigo un contrincante conocido, me aventuro a nuevos terrenos. «¿Tú juegas ajedrez?» pregunto a quien parece tener mirada de ajedrecista. En otras palabras, busco a quien cae en mi prejuicio de cómo debiera ser quien habitualmente se sienta frente a un tablero. Si no tengo suerte, busco romper mis prejuicios.

En el peor de los casos, recurro a las plataformas en línea. No quiero sonar como los nostálgicos del olor a papel, pero… no es lo mismo. El ajedrecista online no suele tener tacto para administrar el remedio de una partida. Él entra a mover, comer y vencer. Terminado el juego, se retira como si ese instante que compartió con uno no hubiera tenido mayor importancia. Yo busco más que una partida.

No me parece fortuito que Saussure, el padre de la lingüística moderna, haya comparado la lengua con un juego de ajedrez. Existe un tipo de comunicación que no logro explicar entre dos contrincantes absortos. De alguna manera se hablan entre ellos y se esfuerzan por entenderse. «¿Por qué prefirió capturar con alfil y no con dama?», «¿Por qué ha colocado el caballo precisamente ahí?». Suponemos que no hay banalidad en cada movimiento. A veces, como en nuestras conversaciones diarias, suponemos mal.

Quizá ese es el remedio que encuentro en el ajedrez. Por un momento, cuando parece que toda la vida se reduce a aquellos sesenta y cuatro cuadritos, siento que me entiendo conmigo y con otro. No me siento tan solo.

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Una libreta

El único regalo que conservo de mi padre es una libreta. Él mismo escribió, con letra delgada y amplia, que se trataba de una libreta de poemas y que era mía.

Mi padre también decidió quién sería mi principal influencia. Copió un poema sobre un pájaro que cantaba en una rama. Antes del punto y final, la rama se rompía. Después, se leía: Octavio Paz.

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Yo tenía siete años cuando mi padre me entregó la libreta. El regalo era también una orden: «escribe». Y así lo hice. Escribí poemas malos, como lo haría cualquier niño que no fuera Sor Juana. A mi padre no le importó esto y los publicó, sin mi autorización, en la sección cultural de un periódico local que dirigía un amigo suyo: Jaime Velázquez. También hizo que me publicaran en una revista cultural de Orizaba y en un boletín de la SEP.

Aún escribo poemas. Aún son malos. Por supuesto, ya nadie los publica. Para mí, son una forma de estructurar lo que siento y que no puedo decir de manera sencilla. No creo dejarlo de hacer algún día, aunque sean material para el olvido.

A mi padre no le hablo desde hace más de cuatro años. Antes, no le hablé en cinco. Evito mencionarlo. Evito aún más aceptar que de él llevo los rizos, la barba, el orgullo. No me gusta recordar que él me enseñó a jugar a ajedrez y a querer a los libros.

Uno puede odiar con facilidad a un extraño, pero no es tan fácil odiar a quien es parte de uno sin odiarse a uno mismo. Me odio un poco.

He perdido varias libretas. También me he acabado otras tantas. Sin embargo, esta libreta lleva conmigo veintiún años y aún le quedan demasiadas hojas en blanco.

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