Una libreta

El único regalo que conservo de mi padre es una libreta. Él mismo escribió, con letra delgada y amplia, que se trataba de una libreta de poemas y que era mía.

Mi padre también decidió quién sería mi principal influencia. Copió un poema sobre un pájaro que cantaba en una rama. Antes del punto y final, la rama se rompía. Después, se leía: Octavio Paz.

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Yo tenía siete años cuando mi padre me entregó la libreta. El regalo era también una orden: «escribe». Y así lo hice. Escribí poemas malos, como lo haría cualquier niño que no fuera Sor Juana. A mi padre no le importó esto y los publicó, sin mi autorización, en la sección cultural de un periódico local que dirigía un amigo suyo: Jaime Velázquez. También hizo que me publicaran en una revista cultural de Orizaba y en un boletín de la SEP.

Aún escribo poemas. Aún son malos. Por supuesto, ya nadie los publica. Para mí, son una forma de estructurar lo que siento y que no puedo decir de manera sencilla. No creo dejarlo de hacer algún día, aunque sean material para el olvido.

A mi padre no le hablo desde hace más de cuatro años. Antes, no le hablé en cinco. Evito mencionarlo. Evito aún más aceptar que de él llevo los rizos, la barba, el orgullo. No me gusta recordar que él me enseñó a jugar a ajedrez y a querer a los libros.

Uno puede odiar con facilidad a un extraño, pero no es tan fácil odiar a quien es parte de uno sin odiarse a uno mismo. Me odio un poco.

He perdido varias libretas. También me he acabado otras tantas. Sin embargo, esta libreta lleva conmigo veintiún años y aún le quedan demasiadas hojas en blanco.

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