En algún momento, el ajedrez pasó a ser para mí más un remedio que un entretenimiento. Un remedio para no sé qué, pero un remedio. Acudo al tablero como acudiría al médico si supiera pedir ayuda.
Primero, busco a mi contrincante. Prefiero a los contrincantes conocidos, con quienes sabes qué juegan. No es fácil, están ocupados y para la mayoría de ellos el ajedrez sólo es un entretenimiento, no un remedio. No entienden esa urgencia por echarse una partida.
Si no consigo un contrincante conocido, me aventuro a nuevos terrenos. «¿Tú juegas ajedrez?» pregunto a quien parece tener mirada de ajedrecista. En otras palabras, busco a quien cae en mi prejuicio de cómo debiera ser quien habitualmente se sienta frente a un tablero. Si no tengo suerte, busco romper mis prejuicios.
En el peor de los casos, recurro a las plataformas en línea. No quiero sonar como los nostálgicos del olor a papel, pero… no es lo mismo. El ajedrecista online no suele tener tacto para administrar el remedio de una partida. Él entra a mover, comer y vencer. Terminado el juego, se retira como si ese instante que compartió con uno no hubiera tenido mayor importancia. Yo busco más que una partida.
No me parece fortuito que Saussure, el padre de la lingüística moderna, haya comparado la lengua con un juego de ajedrez. Existe un tipo de comunicación que no logro explicar entre dos contrincantes absortos. De alguna manera se hablan entre ellos y se esfuerzan por entenderse. «¿Por qué prefirió capturar con alfil y no con dama?», «¿Por qué ha colocado el caballo precisamente ahí?». Suponemos que no hay banalidad en cada movimiento. A veces, como en nuestras conversaciones diarias, suponemos mal.
Quizá ese es el remedio que encuentro en el ajedrez. Por un momento, cuando parece que toda la vida se reduce a aquellos sesenta y cuatro cuadritos, siento que me entiendo conmigo y con otro. No me siento tan solo.