Me pusieron un siete en segundo de primaria por no querer bailar. Me enojé con la maestra y no quise estar en su clase. Los adultos interpretaron mi molestia como «al niño no le gusta el baile».
—¿No te gusta bailar? Si no te gusta no tienes que tomar la clase.
Yo estaba enojado. Cuando me enojaba, destruía cosas. En esa ocasión destruí mi relación con el baile.
—No, no me gusta bailar.
Y no bailé en público por mucho tiempo.
La verdad es que me gusta bailar desde que tengo memoria. Bailar de todo: desde conciertos para piano de Mozart hasta el rock rupestre, pasando por los bailes de salón.
En la clase de baile de la primaria, me consideraba el mejor bailarin. Nos enseñaban danza folklórica y en la coreografía, era el primero en salir. En algún momento ensayamos en un lugar distinto al habitual y la maestra me corregía seguido los movimientos. Me quejé.
—Aquí no me acomodo para bailar.
Ella contestó con un refrán.
—El que es perico, donde quiera es verde.
Si quieren hacerme enojar, contéstenme con refranes. Me enojé y esa fue mi última clase de baile en primaria.
Nunca le conté la verdad a los adultos. Les parecería mi enojo una ñiñería y me enojaría más por eso. Ellos estaban dispuestos a aceptar mi actitud rebelde si decía que no me gustaba el baile. A los siete años, ya sabía decir cosas que no sentía.
El problema después era ser consecuente. Había dicho que no me gustaba el baile. No podían verme bailar. No bailé en mucho tiempo. Cuando lo volví a intentar, ya era un tronco.
He intentado varias veces tomar clases de baile y no vuelvo a la segunda clase. Me fastidian los instructores. Siempre te dicen palabras que no sirven para bailar.
—Sólo siente la música.
Caray. ¿Creen que no siento la música? Mi problema en el baile no es «no sentir la música». Mi problema es no poder darle la estructura que ellos quieren al ritmo.
Luego, conocí la danza contemporánea. Me gustó por la libertad que expresa: movimientos largos, a veces lentos, a veces rápidos. Sin embargo, nunca he intentado aprenderla. Cuando estoy solo o con alguien de confianza la imito. Seguramente ninguno de mis movimientos son gráciles, pero me divierto.
También el punk me atrajo para «bailar». Lo pongo entre comillas. Varios me han señalado que el slam no es un baile. Sea o no sea, me agrada aventar mi cuerpo como si estuviera poseído y chocar en un espacio donde todos adoptan movimientos brownianos.
Aunque me divierta con movimientos convulsos y caóticos, quisiera algún día aprender a bailar bien. No como un profesional, pero al menos para poder hacerlo en compañía. Quizá algún día me encuentre con una palabra que sí sirva para bailar, o quizá descubra la clave para descifrar aquel lenguaje corporal que me resulta tan críptico hoy en día.