Archivo mensual: junio 2017

Crónica de una crónica

Hace un par de años que me pregunté por qué nunca me había ganado nada en un concurso. Sonará estúpido, pero fue hasta entonces que me di cuenta que muy pocas veces he participado en concursos. En muchos me quedé con las ganas. Justo cuando iba enviar algo, decidía que lo que había hecho no valía la pena. Y no concursaba.

Eso estuvo a punto de sucederme con «Las batallas en Xoco», crónica con la que gané el segundo lugar en la tercera edición del concurso La crónica como antídoto, convocado por el CCU Tlatelolco.

En un inició pensé la crónica como un cuento. La historia de un vecino de Pilar, que estaba harto con el ruido de los gallos de su papá, me parecía muy entretenida y años atrás hice un borrador que ahí se quedó.

Cuando entré a trabajar en la UNAM, tuve mucho tiempo libre. Decidí aprovecharlo para escribir. Me encontré con la convocatoria del concurso, recordé el cuento y lo retomé para volverlo crónica.

El trabajo que hice en una revista digital me dio experiencia en la narrativa periodística. Escribí el texto pensando que tenía atrás a Marco Antúnez, quien fue mi editor en esos tiempos. Intentaba imaginar todo lo que Marco podría señalarme para mejorar la crónica.

También aproveché lo aprendido en un taller de Raquel Castro sobre creación de personajes. Intenté imaginarme los detalles de cada uno de los actores en Xoco. Con algunos fue sencillo, pues los conocía bien. A otros tuve que imaginarlos según lo que me contaron de ellos.

Aunque mejoró bastante, al final no me gustó lo que tenía escrito. El tiempo límite estaba encima y no sabía cómo mejorar la crónica. Pensé por un momento en no enviarla. Meses después salieron los resultados y me sorprendí al ver que había obtenido el segundo lugar.

La crónica podía ser mejorada, por supuesto. Por algo no ganó el primer lugar. Por algo me sorprendió estar entre los premiados. Menos mal que una de las cláusulas del concurso incluía que se tenía que tallerear. El taller estuvo a cargo de Emiliano Pérez Cruz, quien me dio bastantes sugerencias para mejorarlo.

La crónica ya ha sido publicada en Punto de partida y pueden leerla en este enlace.

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Haré las paces con tu recuerdo

Debo hacer las pases con Araceli, o al menos con su recuerdo que veo a diario. A pesar de que la condené al olvido hace más de dos años y medio, no ha habido día en que no la piense, o que su nombre no se me escape de los labios como un tic nervioso.

Al principio, no podía atravesarse su imagen en mi  cabeza sin causar estragos. Ahora ya puedo convivir con su ausencia sin que me arruine un buen día. Aún así, merodea en mí y no sé cómo tratarla. Quisiera poder recordar cómo hacía feliz mi vida sin sentir al mismo tiempo resentimiento.

La recuerdo como una melodía cuando entraba a la casa. Me abrazaba, me llenaba de besos y me contaba su día.

Sus días eran rarísimos. Me platica que pepenó comida en la Merced, o cómo conoció a un tipo a quien le decían «Muerte» y que le dio consejos de cómo sobrevivir en la calle. Conocía a gente de todos lados y de todas las edades todo el tiempo y fácilmente se hacía amiga de ellos. Luego los metía a la casa.

Así terminamos viviendo con un venezolano que se hacía pasar por hindú y que practicaba la quiromancia y el tarot.

En las noches me pedía que le contara cuentos. Yo era malo improvisando, así que me acostumbré a buscar historias durante el día para que no me agarrara por sorpresa. Y si me agarraba por sorpresa, no se me ocurría otra cosa que decirle más que:

Este es el cuento de un gato
Con el cuerpo de trapo
Y los ojos al revés
¿quieres que te lo cuente otra vez?

Me recitaba las partes favoritas de sus lecturas. O me pedía que se las leyera. Y yo le leía, aunque estuviera cansado de tanto leer. En ese tiempo, la mayor parte de mi trabajo consistía en leer en voz alta.

A Araceli la conocí en un curso de foto. Tenía buen ojo para ver todo distinto. Con la cámara fotográfica escogía ángulos que ni se me hubieran ocurrido que podían existir. Y ese buen ojo lo aplicaba en todo. Me cuestionaba mis opiniones y después hacía un comentario que me cambiaba la perspectiva.

—No todos estudian por la misma razón que tú lo haces, Paulo. —me dijo en una ocasión en que me quejaba de mis compañeros de clase. Yo nunca lo había pensado y por primera vez comencé a preguntarme qué buscaban mis compañeros de carrera en la lingüística.

Nos inventábamos historias del futuro, o formulábamos hipótesis sobre la sociedad. Y se tomaba mis dudas sobre el viaje en el tiempo muy en serio.

Araceli creció en un pueblo obrero que se volvió ciudad dormitorio después de que cerró la fábrica. Era barrio y había aprendido muchas mañas. Teníamos poco dinero para comer, pero cuando nos sentábamos a la mesa, de repente sacaba un paquete de queso de cabra o una lata de ostiones.

—Ara, ¿de dónde sacaste todo eso? No teníamos dinero para comprarlo.

—Tú conmigo no te preocupes nunca del dinero, Paulo. Yo hago magia.

Ni yo me daba cuenta cuando se escondía en su chamarra un paquete de galletas.

Si se encontraba a un lisonjero, le daba lo que se había robado. Y si le decían «gracias por su caridad», enojada contestaba.

—No es caridad, es solidaridad.

Las noches con ella eran cortas. Y al despertar, me preguntaba qué había soñado. Procuré despertar cada vez con más calma, para no olvidar mis sueños. A veces ella era la que me despertaba.

—¡Paulo!

—¿Qué pasó?

—Me pareció que tenías un mal sueño.

Ara me gustaba desde antes de conocerla. No era particularmente bonita, pero me llamaba la atención su cabello desordenado y corto, sus pantalones rotos y su actitud desafiante.

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—¿Qué hizo que empezaras a hablarme? —le pregunté, pues para mí era un misterio cómo llegó a fijarse en mí.

—Me gustaba cómo me veías y que después volteabas para fingir que no lo hacías.

Ella estudiaba etnología y tenía la mirada etnográfica muy desarrollada. Me gustaba escucharla hablar sobre lo que había aprendido de las plantas y sus usos medicinales, sobre las montañas o sobre tradiciones.

A veces me decía todo lo que le gustaba de mí. «¿Ese soy yo?», pensaba. Y me preguntaba si yo también podría quererlo como ella lo hacía.

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Sinopsis libre de spoilers

Esta película ha sido dirigida por al menos una persona. Se desenvuelve en algún punto del planeta, teniendo como protagonista a al menos un personaje que puede o no puede ser el mismo director (o directora) o una proyección del guionista. La historia transcurre con un inicio, un clímax y un desenlace, aunque podría sorprendernos con algún inesperado experimento en la estructura narrativa.

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La güera

La güera llegaba a casa de mis abuelos antes de la hora de la comida. Ella traía las tortillas, envueltas en una servilleta de tela sobre papel de estraza. No se quedaba más de cinco minutos. La recibían, iban por el dinero, le pagaban y le daban su propina.

Casi siempre yo le abría a la güera. Teníamos la misma edad, pero ella era más alta y más delgada. Cuando llegaba a la casa, solía encontrarme jugando con una botella de plástico. En casa de mis abuelos me las arreglé para que un deporte practicado por 22 jugadores en una cancha de más de 90 metros de largo con un balón, pudiera ser jugado por un solo individuo en un garaje con una botella de plástico.

Un día que llegó la güera con las tortillas, me preguntó a qué jugaba.

— Juego fútbol —le dije.

— ¿Solo?

— Sí — y le expliqué cómo jugaba.

Antes de cada partido contra mí mismo en el garaje, tomaba una botella desechable de refresco. La tapaba bien y la aplastaba para comprobar que el aire no se le escapaba. La ponía en medio del garaje e iniciaba el partido. Un pie jugaba para un equipo, otro para el equipo contrario. Corría de un lado a otro tras la botella. Con un pie la pateaba hacia la portería de los visitantes y con el otro pie me barría para evitar el gol. Me caía, me levantaba y ahora el equipo contrario poseía el cilíndrico. Corría hacia la portería de los locales y sucedía lo mismo.

Tal vez le extrañó un poco las reglas de mi juego, pero no dudó en preguntarme si podía jugar conmigo. Yo no me lo esperaba, pero no tardé en responder.

— ¡Claro!

Y jugamos juntos unos cinco minutos.

Después de ese día, si yo no le abría a la güera y ella no me encontraba en el garaje, me buscaba en el estudio de mi abuelo, donde hojeaba las enciclopedias. Y si yo estaba arriba viendo tele y alguien gritaba “es la güera”, para informar que las tortillas habían llegado, yo bajaba corriendo y jugábamos en el garaje aunque fueran cinco minutos.

La güera era mi primera amiga desde el jardín de niños. Quizá por eso empecé a fantasear. Tal vez, más grandes, nos conoceríamos mejor. Tal vez le tomaría de la mano y tal vez algo sucedería. Finalmente, vivíamos muy cerca.

No sucedió nada. La güera dejó de entregar un día las tortillas. Cuando se me ocurrió preguntar qué le había pasado, me dijeron que su papá se la había robado y que se la había llevado con él a Chiapas. No volví a saber nada de ella.

Hace poco me pregunté qué sería de la güera. Me di cuenta que sería imposible reencontrarnos. Nunca supe su nombre y la única imagen que conservo de ella está en este recuerdo.

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