La güera llegaba a casa de mis abuelos antes de la hora de la comida. Ella traía las tortillas, envueltas en una servilleta de tela sobre papel de estraza. No se quedaba más de cinco minutos. La recibían, iban por el dinero, le pagaban y le daban su propina.
Casi siempre yo le abría a la güera. Teníamos la misma edad, pero ella era más alta y más delgada. Cuando llegaba a la casa, solía encontrarme jugando con una botella de plástico. En casa de mis abuelos me las arreglé para que un deporte practicado por 22 jugadores en una cancha de más de 90 metros de largo con un balón, pudiera ser jugado por un solo individuo en un garaje con una botella de plástico.
Un día que llegó la güera con las tortillas, me preguntó a qué jugaba.
— Juego fútbol —le dije.
— ¿Solo?
— Sí — y le expliqué cómo jugaba.
Antes de cada partido contra mí mismo en el garaje, tomaba una botella desechable de refresco. La tapaba bien y la aplastaba para comprobar que el aire no se le escapaba. La ponía en medio del garaje e iniciaba el partido. Un pie jugaba para un equipo, otro para el equipo contrario. Corría de un lado a otro tras la botella. Con un pie la pateaba hacia la portería de los visitantes y con el otro pie me barría para evitar el gol. Me caía, me levantaba y ahora el equipo contrario poseía el cilíndrico. Corría hacia la portería de los locales y sucedía lo mismo.
Tal vez le extrañó un poco las reglas de mi juego, pero no dudó en preguntarme si podía jugar conmigo. Yo no me lo esperaba, pero no tardé en responder.
— ¡Claro!
Y jugamos juntos unos cinco minutos.
Después de ese día, si yo no le abría a la güera y ella no me encontraba en el garaje, me buscaba en el estudio de mi abuelo, donde hojeaba las enciclopedias. Y si yo estaba arriba viendo tele y alguien gritaba “es la güera”, para informar que las tortillas habían llegado, yo bajaba corriendo y jugábamos en el garaje aunque fueran cinco minutos.
La güera era mi primera amiga desde el jardín de niños. Quizá por eso empecé a fantasear. Tal vez, más grandes, nos conoceríamos mejor. Tal vez le tomaría de la mano y tal vez algo sucedería. Finalmente, vivíamos muy cerca.
No sucedió nada. La güera dejó de entregar un día las tortillas. Cuando se me ocurrió preguntar qué le había pasado, me dijeron que su papá se la había robado y que se la había llevado con él a Chiapas. No volví a saber nada de ella.
Hace poco me pregunté qué sería de la güera. Me di cuenta que sería imposible reencontrarnos. Nunca supe su nombre y la única imagen que conservo de ella está en este recuerdo.
tu vives tambien en su recuerdo y quizas sus fantasias… que loco socializar con fantasmas