Día 0
A Cuernavaca llegué con un corazón roto, una bici de acero, una mochila de acampar y unos cuantos pesos. Pagué el cuarto más barato que pude encontrar. Dormí mal. Las cucarachas no dejaban de vigilarme.
Día 1
Llegué temprano al parque para inscribirme en el recorrido. Me dieron el jersey más pequeño que tenían. Me quedaba guango. Yo era el único sin una bicicleta profesional y sin ropa deportiva. Desde el principio me coloqué en la retaguardia. Me pisaban los talones el doctor, un médico cirujano con problemas del corazón; el abuelo, un señor de ochenta años que no hablaba casi porque se le salían los pulmones, y la barredora.
Acampamos cerca de un piscina. Comí una lata de atún y me dormí temprano.
Día 2
A Pepe Díaz le dicen el “Bajaditas” porque se apea de la bici en la subidas y la vuelve a montar en las bajadas. Empezó en el primer grupo, pero ahora pedaleamos casi juntos. Es maestro de Tae Kwon Do, me dice. Me aconseja cómo hacer lo cambios de velocidades. «Mantén el mismo ritmo siempre, así te cansas menos».
Día 3
El tramo más complicado se acerca: cuarenta kilómetros pendiente arriba. La autopista del Sol hace justicia a su nombre. Durante casi cuatro horas de pedaleo, no hay árboles o colinas que hagan sombra. Pasamos por la depresión del río Balsas. «Después de este tramo, todo es bajada», nos informan. Pepe se emociona.
A mi bici le falla la cadena. «¿Te quieres subir?», me preguntan en la barredora. «No, pero mi bici ya no aguanta». Me bajaron de la camioneta una bici de aluminio. Me quedaba un poco grande, pero pedaleaba mucho más rápido. Pronto me acerqué al tercer grupo
Después de 30 kilómetros, nos dicen que lo peor ya está por pasar. En el descanso, uno del segundo grupo le dice a su compañero: «¡No! ¡Aunque me digas que ya todo es descenso, yo no me subo más!». Sonrío. El primer día me comparé con ellos. Son altos y fornidos; yo, pequeño y enclenque, pero resistir no es cuestión de fuerza, sino de voluntad.
Dormimos en Chilpancingo. Mañana pedaleamos el último tramo.
Día 4
Salimos apenas se mostraba el sol. El aire se sentía fresco. Atravesamos Guerrero, estado poblado por montañas y guerrilleros. Todo empezó durante la Independencia. En sus colinas se escondía el ejército Insurgente, liderado por Vicente Guerrero. Luego, le siguió Guadalupe Victoria. Ambos eran mulatos, como casi todos en la costa chica. Ahí llegaríamos.
Pepe Díaz se detuvo en una palapa y nos dijo que ahí bebían la cerveza obligatoria. “Jarocho, ¿te vas a tomar una?”. Me dice jarocho porque soy de Veracruz. “Pues si es la obligatoria, ¿qué otra opción me queda?” le respondo con falsa resignación. Nos sentamos en una mesa desvencijada de madera. Pedimos una barrilitos, que con el calor y un poco de limón sabían deliciosos.
En la parte final ya me sentía un poco sedado, pero llegué entero a la playa. Instalé la casa de campaña antes de que el sol se ocultara en el océano Pacífico. Me dirigí a la palapa donde estaba casi todo el pelotón. «¡Ahí está el jarocho!», me dice Pepe Díaz. «Siempre creí en ti. Estos aseguraban que te subirías en la barredora» e inquisitorial, señala al resto. «¿En serio?», pregunto. Recuerdo que soy chaparro y enclenque. Nada atlético. ¿Quién apostaría por mí? Pero lo que me falta de músculos me sobra en voluntad. Me sentí orgulloso de mí. Logré acabar 400 kilómetros de recorrido con un corazón roto y una bicicleta de acero. Nada mal.