Trompicones

Si aprendí a andar en bicicleta, fue gracias a mi orgullo y a mi hermana.

A mi hermana le apodamos “Rana” por sus grandes ojos . Cuando la recuerdo de niña, me la imagino chimuela, con pantalones de mezclilla rotos, camisa desacomodada y el cabello largo y desordenado. Era broncuda. No le importaba que yo fuera dos años mayor que ella, mucho menos que fuera hombre, se ponía al tú por tú conmigo. Y siempre agarraba mis cosas, sin permiso.

Así un día la descubrí con un desarmador y con mi bicicleta. Le quitaba las ruedas de apoyo. Yo casi no la usaba, menos aún me atrevía a quitarle las rueditas de los lados. «¿Qué haces?». «Quiero aprender a andar en bici», me dijo. Yo la miré tan empeñada que no le reclamé nada. Ya sin las ruedas laterales, salió al patio de la privada y comenzó a darse de trompicones.

Desde la puerta de la casa, observé cómo se caía una y otra vez. Los raspones no la intimidaban. Además, la ropa rasgada estaba de moda. No se cansó hasta que comenzó a guardar el equilibrio cada vez a mayor distancia. Entonces, me preocupé. ¿Mi hermana menor iba a aprender a andar en bici antes que yo?

Le pedí que me diera la bici. Finalmente, era mía. Ahora nos turnábamos. Ella pedaleaba hasta caerse. Luego, me tocaban a mí los raspones. Y así, en competencia fraterna, cada uno aprendió a rodar.

«No me acuerdo de nada de eso», me dice mi hermana ahora. Los dos somos un desastre, cada quien a su manera. A cada rato metemos la pata con ganas, pero ahí estamos para señalarnos nuestros errores.

Aún aprendo de ella. Se cae, se levanta y lo vuelve a intentar.

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