El primer día no pasó nada. Me entregaron la mochila, un cubo verde casi fosforescente. Para pagarla, me descontarán de mis primeras ganancias. Abrí la aplicación de entregas y esperé a recibir un pedido. En poco tiempo apareció una notificación. Acepté el encargo, pedaleé y recogí unas tortas ahogadas, el almuerzo preferido aquí en Guadalajara. Las entregué en la puerta de un departamento y me fui a casa.
El segundo día no parecía diferente. Desde la una de la tarde comencé a recibir pedidos. Entregué cuatro en tres horas. «A este ritmo, me endeudaré si compro bebidas hidratantes», pensé. Pedaleé por la ciclovía. De repente, un golpe de suerte: me estampé contra una camioneta que se atravesó en mi camino. No me lastimé. Un hombre con el aspecto de Carlos Monsiváis se bajó del vehículo y aceptó la culpa. «¿Cuánto quieres?», preguntó. «Lo que usted considere justo». Me dio quinientos pesos sin añadir nada de prosa abigarrada. Le agradecí el gesto, me santigüé y seguí mi camino.
En la noche se acabó mi fortuna. No llegó ningún pedido hasta las nueve y media, que debía entregar en una colonia desconocida. Además, briznaba. Hasta ahora, Guadalajara me ha parecido una ciudad segura, pero aquí opera el cártel de Jalisco. Encadené bien la bici cuando llegué al destino y corrí por las escaleras. Tras entregar el pedido, decidí regresar a casa, pero la noche tenía otros planes. De regreso, al doblar en la esquina, la llanta se atascó en las rejas de una alcantarilla. Acabé en el suelo. Me tomó unos minutos levantarme. Cuando lo logré, noté la llanta pinchada. Estaba en un hoyo oscuro lejos de casa. Intenté subirme al tren ligero, pero no me dejaron llevar la bici. Caminé un rato mientras pensaba qué hacer.
No podía arriesgarme a dejar la bicicleta en uno de los aparcamientos de la alameda. Una noche es tiempo suficiente para cortar el candado con una segueta. Mi bicicleta valía el esfuerzo. Busqué una cafetería nocturna hasta que me ganó el hambre. Me paré a comer en un puesto de la calle. Dos sujetos voltearon a ver la mochila de repartidor. Uno se parecía a Jorge Volpi. El otro era una versión morena y sin lentes de Bolaños. Volpi comenzó la conversación. «¿Te va bien con las entregas?». Di un suspiro. «Ni tan bien», contesté. «Yo sé dónde hay un taller de bicicletas», me dijo Volpi. Bolaños le señaló que a esta hora ya debía estar cerrado. «¿Qué no me conoces?» le responde. «Si a mí medio mundo me debe favores». El del puesto de comida me aseguró que Volpi era de confianza. No me tranquilizó, pero no tenía mejores opciones. Crucé la calle con ellos y atravesamos una puerta metálica.
Los tres entramos a una vecindad. En el patio había una mesa donde dos hombres rechonchos jugaban ajedrez. Volpi los saludó. «Bienvenido al torneo nocturno». Continuamos hacia una habitación con tres camas y un muchacho concentrado en una pipa de cristal. Lo imaginé como personaje de José Agustín. «Para acelerar las cosas, quítale la llanta y la llevo al taller», ordenó Volpi. Lo obedecí. Saqué la rueda y se la dí. Volpi tenía su propia bicicleta. La montó y se puso la rueda pinchada al hombro. «Te dejo con buena compañía», dijo y se fue. Observé a Bolaños y a José Agustín. «Y ustedes, ¿a qué se dedican?», pregunté solo por conversar. José Agustín me mostró las drogas que estaban en una cómoda y dijo, como si fuera obvio: «Pues a esto». Bolaños sacó una pipa con mota y me la ofreció. Rechacé su invitación. «Me duerme», confesé. «Pon algo de música para ver qué te gusta», me indicó Agustín. Saqué el celular y puse a Rag’n’ Bone Man. Le gustó y me ofreció la pipa con hielo. Yo quería estar alerta. Acepté. Poco a poco nos acostumbramos a nuestra compañía. José Agustín quería platicar de rock conmigo. «¿Sabes quiénes son?» preguntó cuando sonaba Bohemian Rhapsody de Queen.
A Bolaños le interesaba más mi celular. Me ofreció seiscientos por él. Negué con la cabeza. Luego ofreció seiscientos y un teléfono, hasta llegar a mil pesos y un teléfono. El celular me había costado mil quinientos. Su oferta era demasiado buena. El dinero me hacía falta. «Solo déjame revisar ese teléfono», le dije. Tenía que comprobar que me servía para el trabajo. Me servía.
Volpi regresó sin la llanta de la bicicleta. «Me dijeron que estaría en una hora. Mientras, podemos tomarnos unas cervezas». No quería embriagarme, pero tampoco quería verme demasiado desconfiado. Pedí una lata nada más. Volpi se fue otra vez y tardó en regresar. Trajo las cervezas. La llanta seguía ponchada. «Me quedaron mal», se disculpó. Conversé un rato con ellos. Me hablaron sobre lo horrible que es estar en un centro de rehabilitación. Bolaños acababa de escaparse de uno. «¿Ahí se conocieron?», les pregunté. «No, somos del mismo barrio», me dijeron. Conformé pasé tiempo con ellos, mis preocupaciones se disiparon.
Cuando salí del cuarto ya nadie jugaba ajedrez. El torneo nocturno había acabado. Eran casi las siete de la mañana. Ya había salido el sol. Caminé con más confianza por las calles del centro. Dejé la bicicleta encadenada en un aparcamiento y entré a una cafetería. El mesero se parecía a José Emilio Pacheco. Pedí un americano y una pieza de pan dulce, mientras pensaba lo extraña que había sido la noche. Recordé a Alicia en el país de las maravillas . «En lugar de caerme por una madriguera, me caí por una alcantarilla», pensé mientras observaba cómo el poeta me servía una taza de café. No me había ido mal, después de todo. Gané mil quinientos pesos en una solo noche.
Acabé de desayunar y busqué mi bicicleta. Le faltaba una rueda, la que no estaba pinchada. Alguien se la había robado.