I
De vez en cuando, se nos cae el mundo. Los planes, los amigos o nuestro cuerpo nos fallan, o todo al mismo tiempo y nada podemos hacer para evitar el desastre. Para consolarnos, no faltará quien nos diga: «Por algo suceden las cosas».
—Esa frase no dice nada —se quejaba conmigo Nidia, amiga del Instituto de Biología.
Nidia me platicó sobre un médico, amigo suyo, que había sido aceptado en la especialidad de urgencias. Al poco tiempo de empezar, se enfermó y le dieron varias semanas de incapacidad.
—Cuando se recuperó, le dijeron en la especialidad que lo habían dado de baja porque tiene un límite de días de incapacidad.
Su familia lo visitó y lo consolaron con el lugar común.
—Quizá no era para tí. Por algo suceden las cosas.
Esta frase apunta a la causas finales del infortunio. Sugiere que existe un plan divino que se interpone entre nosotros y nuestro deseos para ofrecernos un bien mayor o salvarnos de lo peor. Sin embargo, no hay una teleología en la desgracia. Ésta ocurre todo el tiempo y no necesita justificarse con razones. Lo peor siempre puede suceder. Sucede continuamente.
II
Este mes empezó mal para mí. No ahondaré en detalles, sólo diré que dormí mal y me sentí agobiado. No era la primera vez que estaba en una situación similar, pero sí era la primera después de vivir un par de años de comodidad.
Esta situación me obligó a retomar proyectos abandonados que ahora se ven próximos a realizarse. Aunque los problemas no se han resuelto, comienza todo a tomar buen cauce. Me da tentación pensar que «todo sucedió por algo». Me mentiría. Las cosas suceden. A veces podemos controlarlas, a veces no.
La buena fortuna tiene un poco de azar, un poco de conquista.