En Boletín ENAH, Junio 2015
Hace un año me enteré que una estudiante de lingüística, que ahora estaría en sexto semestre, se suicidó. Aunque no la conocía, la noticia me afectó de manera particular y me hizo reflexionar sobre el suicidio y la depresión en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Ya sea de manera directa o indirecta, conozco varios casos de compañeros que tienen pensamientos suicidas o una evidente depresión. Como estudiantes de ciencias sociales, no es un asunto que nos debiera ser ajenos.
La primer obra que a muchos les vendrá a la mente cuando se menciona el tema del suicidio en las ciencias sociales es el monumental volumen que escribió Émile Durkheim, titulado de una forma llana y descriptiva: El Suicido. Sin embargo, probablemente el primero que plantea el suicidio como tema de estudio el empirista inglés Francis Bacon, quien escribió a finales del siglo XVIII un ensayo donde critica las creencias supersticiosas entorno al acto suicida, las cuáles tenían una repercusión en las leyes inglesas —incautación de los bienes del suicida por parte del Estado—, sumadas a la profanación del cuerpo inerte de quien se provocó su infortunio por parte de sus horrorizados coetáneos.
Ya sea a Durkheim o a Bacon a quien le atribuyamos la inauguración del estudio del suicidio —que incluso goza de su independencia como disciplina en la suicidiología —, reconoceremos que en las ciencias sociales y humanas el tema tiene una larga tradición y bibilografía. La atención que se le ha dado como problema social es llamativa. Se trata de un acto producto de una decisión individual y que, por lo general, sólo se puede llevar acabo una vez en la vida, pero susceptible a ser visto en su complejidad social.
Sabemos que existen diversas formas de morir. Sabemos que la muerte es inevitable y nos ocurrirá en algún momento. Sin embargo, la muerte del suicida es incapaz de dejarnos indiferentes por buscar lo que la mayoría intenta postergar. La atención que nos provoca un individuo que decide terminar con su vida reafirma la naturaleza social de nuestra especie. El suicida repercute con su acto sobre su comunidad y deja varias preguntas en el aire: ¿Por qué lo hizo? Sus motivos ¿eran válidos ¿Podíamos hacer algo, como colectividad, para evitarlo? ¿Por qué nosotros mismos no cometemos suicidio?
El suicida, reducido a una cifra y visto en la frialdad de la estadística, nos muestra comportamientos distintos en el espacio y en el tiempo que a veces chocan con ideas preconcebidas. Por ejemplo, suele creerse que en las comunidades rurales e indígenas las enfermedades mentales son menos comunes al encontrase alejadas del estrés de la “civilización” y por tener un sentido comunitario fuerte. Sin embargo, para mediados del siglo XX, los indigenistas norteamericanos denunciaban que en las Reservas Indias las tasas de suicidio eran mayores que la tasa media de toda la población norteamericana. Groenlandia tienen actualmente la mayor tasa de suicidio a nivel mundial, siendo la población inuit la más representada en esas estadísticas.
Cuadros similares a la depresión y otras enfermedades mentales podemos encontrarlos en el “susto”, explicado como “la pérdida del alma”. De esta forma, nos damos cuenta que no se trata de una “enfermedad cultural” (folk illness) como ha sido entendido, sino de un padecimiento humano real que es interpretado de distintas formas en distintas culturas, incluyendo en la que nos encontramos adscritos.
La etiología del suicidio ha sido tan estudiada como el suicidio mismo. Se reconoce que existen factores bioquímicos que se traduce en un estado anímico conocido como “depresión” que puede, a la larga, conducir al suicidio. Sin embargo, no todos los individuos deprimidos se suicidan. También existen factores sociales que vuelven más probable que un individuo opte por quitarse la vida.
La depresión es reconocida actualmente como uno de los más grandes problemas de salud. Una depresión, en el sentido clínico, no es solo sentirse triste. Se trata de una tristeza incapacitante donde las actividades más cotidianas —como comer, bañarse, vestirse— se vuelven pesadas y molestas. No es una tristeza que dura un momento, es una tristeza que puede prolongarse meses —e incluso años. Esta situación puede hacer creer al individuo que ésta es su personalidad y que la depresión es parte de él. El riesgo más grave que lleva consigo una depresión es la idea de buscar la muerte.
No todo acto suicida es consecuencia de una depresión, pero un porcentaje significativo lo es. Hecho triste, por ser un problema tratable. Además de la medicación psiquiátrica, existen una gran cantidad de terapias alternativas. Cabe reconocer que ninguno de los tratamientos es completamente efectivo y no siempre son accesibles para todos.
Sorprende que en la ENAH, siendo una de las Escuelas de más amplia tradición en ciencias sociales y humanas no solo en el país, sino a nivel mundial, a penas conozca —y aun menos discuta —los problemas que se viven dentro de ella como comunidad. La incidencia de enfermedades mentales en su población no ha sido un motivo de preocupación. Pocos saben que existe un área de Atención Psicológica gratuita en la escuela, y aún así, esta no se da abasto. El personal del área notó que las personas que requerían de atención psicológica más urgente eran los estudiantes migrantes, de quienes se calcula que representan aproximadamente el 50% de la población.
La ENAH no cuenta con cifras exactas, pero al menos tenemos información suficiente para suponer que 1) En la Escuela existe una población sensible a desarrollar problemas de depresión u otros problemas psicológicos, y 2) La Escuela no tiene capacidad suficiente para atenderlos a todos. No debiera ser una preocupación trivial si consideramos que la incidencia de suicidio en la población alrededor de 15 a 30 años ha aumentado en los últimos quince años en México, que es el rango de edad en el que se encuentra la mayor parte de los estudiantes de la ENAH.
¿Es responsabilidad de los funcionarios de la ENAH buscar una solución? Si consideramos que el estudio de los factores sociales que influyen en la incidencia del suicidio es una de las líneas de investigación más trabajadas en las ciencias sociales y humanas, ignorar el problema es negligente.
Pero la responsabilidad no solo recae en los encargados de las distintas áreas administrativas de la Escuela, sino en la misma comunidad. Es vergonzoso pensar que la gente que se prepara para comprender distintos problemas sociales y culturales de México, es incapaz de comprender los problemas que viven sus propios compañeros. Mientras la Escuela despliega muestras de solidaridad con los oprimidos del mundo, compañeros nuestros se sienten abandonados a su propia suerte, sintiendo que no hay con quien puedan entenderse.
Por último, la responsabilidad también recae en nosotros, quienes sufrimos de depresión y hemos pensado —algunos incluso ya hemos intentado— suicidarnos. No hablar sobre estos sentimientos no solo nos afecta a nosotros, sino también a otros, quienes padecen la misma situación. Solemos creer que nuestro problema es único y no hay nadie quien pueda entenderlo. Así, creamos una barrera silenciosa e infranqueable entre nuestros semejantes e impedimos la posibilidad de podernos ayudar mutuamente. La depresión crece mientras se calla y se niega.
Por este motivo, me parece importante hacer un llamado a la comunidad para hacer conciencia sobre la existencia y magnitud del problema, primer paso necesario para buscar soluciones.