Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.
Coleccionamos objetos como si fueran los recuerdos mismos. Creemos que una foto es el recuerdo mismo. Engaños de la mente. No son más que metáforas palpables de quienes fuimos, amuletos que nos sirven para invocar pensamientos. Los recuerdos no tienen realidad material, son evanescentes. Aunque en ocasiones se guardan en la memoria como si tuvieran un filo. De vez en cuando los tomamos sin precaución y nos hieren levemente. Inhalamos para evitar expresar algún gemido. Exhalamos. Se nos va un suspiro.
Cuando mi abuelo murió, todos los recuerdos de quien fue para mí se agolparon, como si fueran la tapa de una Doncella de Hierro -aquel sarcófago de clavos- que se cerraba conmigo adentro. No dolían los recuerdos en sí, sino la certeza de no poder coleccionar más de aquellos. Han pasado los años, y esos recuerdos se han vuelto más dóciles. Han perdido su punta lacerante.
Recordar a alguien vivo es distinto. «¿Se acordará de mí?» nos preguntamos, mientras tratamos de entender cómo se separaron aquellos destinos. «¿Recordará algo de aquella larga plática que se desenvolvía como si el tiempo fuera solo una quimera para entretener a los filósofos y a los físicos?». Algunas de esas personas se alejaron sin que entendiéramos qué hicimos para volvernos malas compañías. De otras, nos alejamos y ahora tratamos de entender si los motivos eran suficientes para hacerlo. Para justificarnos, sostenemos el último recuerdo -el menos grato de todos los acumulados- y asentimos, mientras ocultamos torpemente la duda que busca asomarse.
Casi no salgo los fines de semana. Son días de ensimismamiento. Me visitan los recuerdos. Pienso en aquellas personas que seguramente no piensan en mí. ¿Guardarán algún recuerdo, como yo lo hago, que les sirva para recordar que hubo momentos de alegría? Y luego, un suspiro.