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Calor y sopor

En Veracruz todos los días hace calor y aún así la gente comenta que qué día tan caluroso.

En la ciudad de México nunca hace calor, aún así algunos días comentan que qué día tan caluroso.

En Guadalajara no sé si siempre haga calor. Ahora es primavera. A las cuatro de la tarde todos están empapados, pero nadie se atreve a señalar lo obvio. Qué calor hace.

Aquí no entiendo al sol. Son las cuatro de la tarde, pero los rayos nos pegan como si fueran entre las doce y las dos.  Tratamos sin mucho éxito de protegernos con la sombra de los edificios. Mi sobrino se tambalea al caminar. Cuando fui a recogerlo, se encontraba de cuclillas con la cabeza entre las piernas, durmiendo.

Al subirse al camión, Luis Ángel escoge el lado de sol, no sé por qué. Miro de reojo a los pasajeros. El calor los venció ya. No intentan refrescarse ni un poco. Los peinados de las mujeres están arruinados, como si les hubieran echado un balde de agua salada encima. Solo el chongo de una señora parece haber sobrevivido. Sin embargo, la señora se rindió al sopor. Su cuello trata de hacer una L, mientras el chongo se mueve como una boya con el balanceo del camión.

Mi sobrino se recuesta sobre mí y se duerme. Yo echo para atrás la cabeza y lo sigo. No despertamos hasta que nos encontramos a unas cuadras cerca de la bajada. Me cuesta hacer que se levante. Se para, camina y brinca ya en la bajada. Siento como si se fuera a ir sobre las ruedas del autobús. Aunque me asusto, no le digo nada.

Las calles de la colonia están empedradas. Mi sobrino se tambalea aún más entre las piedras. Me imagino en un western. Guadalajara siempre me ha parecido nombre de western.  Veo a una cuadra a un señor en triciclo. Suena su campana. Me quejo.

«¿Qué vende? ¿Vende nieves? ¿Cómo voy a saber qué vende si no lo grita?». Ángel, como si mi comentario le hubiera molestado, me señala «¡Tío, aquí la gente no grita!».

Desde una camioneta llaman al señor del triciclo, que se voltea y deja ver un cartel que dice «Nieve y tejuino». Una niña se baja emocionada mientras cantalea suavecito: «¡Te-jui-no!»

Se me antoja el tejuino, aunque no sé qué es. Quizá alguna vez lo probé. ¿En Oaxaca? Me lo imagino como un agua fría con un poco de cocoa, con grumos. Me aguanto la curiosidad y sigo adelante. Pienso en lo que dijo Luis Ángel, que la gente de aquí no grita. Me siento un poco mal porque sé que no estoy en casa, pero no estoy en casa porque en casa nunca me siento en casa.

Ángel y yo nos recostamos al llegar y nos quedamos dormidos. Ya no vemos el anochecer. Aquí el sol se mete hasta las ocho y media. Demasiado noche para mi gusto, aún para ser horario de verano.

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