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Por mi derecho a olvidar mis cosas en casa

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En la ENAH ahora pedirán credencial en la entrada.

Olvido todo a cada rato en casa. Mi dinero, mis llaves, mis documentos, mi casco de la bici, mi taza de café. Hoy tenía a la mano una forma que debía llenar y escanear y cuando la busqué, me di cuenta que la había dejado en casa. No sucede lo mismo siempre, simplemente sucede distinto. Es estresante cada vez que debo salir de casa porque reviso una y otra vez qué no debo olvidar. Y aún así algo se me olvida.

Ahora que pedirán en la entrada de la ENAH presentar una credencial, habrá muchos que saltarán señalando que es una medida represiva, fascista, que coarta la libertad. En parte hay razón. Aunque se discutió abiertamente en el Consejo Técnico la medida, la discusión se quedó en el Consejo Técnico. Las razones para la credencialización no son tampoco convincentes: evitar la entrada a personas ajenas a la institución que la usan como un antro barato para tomar y drogarse. El argumento no dista mucho de quienes señalan a los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos como los causantes de la violencia y el tráfico de drogas. Los administrativos de la ENAH son decepcionantes como científicos sociales. Tal vez por eso hacen labores administrativas en lugar de dedicarse a la investigación ¿se conocen bien los motivos de por qué la gente utiliza la ENAH como un bar barato que no cobra cover? ¿Quiénes son las personas que la utilizan de esta manera?0 ¡Qué flojera hacer una encuesta y observación directa dentro de tu propia institución! Mejor usemos el sentido común y a ver si así se arregla el problema.

El próximo jueves, al entrar, me pedirán la credencial. El acto en sí me parece ofensivo, como también me parece cada que voy al Colegio de México.  Y yo me veré en una disyuntiva. Si acepto eso como regla del juego, deberé estresarme cada que voy a la ENAH porque no encuentro la cartera con mis credenciales. O puedo hacer un pancho, infantil e inmaduro quizá, pero que podría funcionar para no tener que preocuparme posteriormente por no llevar mis credenciales. No quiero vivir preocupado porque volví a olvidar la credencial en mi casa. Me parecen que hay cosas más importantes en las que preocuparse que revisar tres o cuatro veces si llevo mi cartera.

Pero lo actos individuales aislados tienen poco impacto. Si debo o no preocuparme por llevar la credencial dependerá si, a partir del lunes, una masa iracunda de estudiantes que quieren conservar su derecho a olvidar sus cosas en casa se niegan a aceptar las nuevas reglas del juego.

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La Sociedad de los Periodistas Muertos, Aristegui y los Grandes Consorcios Mediáticos

MVSEn mi timeline de Twitter y de Facebook mis contactos se expresan en contra del despido de la periodista Carmen Aristegui por MVS. Este despido sucede después de que dos colaboradores de la conductora del noticiario matutino fueran también despedidos tras ser presentado Mexicoleaks, una plataforma para filtrar documentos de interés público y proteger a los periodistas y ciudadanos.

Tras leer la ola de indignación -comprensible- por lo sucedido y las acusaciones de violar la libertad de expresión a MVS, me he preguntado si no debiera unirme a esa indignación. Sin embargo, no siento realmente la necesidad o el deber para quejarme y necesito explicar por qué.

México compite ferozmente por mantenerse en el liderato de los países con más agresiones a periodistas. Esta posición la ha logrado con esfuerzos, ya que ni siquiera está en guerra como sucede en otros países punteros. Esas agresiones incluyen muchos asesinatos, donde Veracruz se mantiene como el más hostil al periodismo.

La mayoría de los periodistas muertos y agredidos eran apenas conocidos. Algunos ni siquiera trabajaban para medios comerciales de gran alcance nacional. Moisés Sánchez ni siquiera estudió periodismo, solo era un taxista que con sus propios recursos montó un portal web donde informaba sobre lo que sucedía en El Tejar, una ranchería de Medellín.

En todos esos casos, no eran contratos de trabajo, sino vidas las que eran terminadas. Y hemos guardado silencio. No hemos creído que valía la pena solidarizarse o exigir el respeto a la libertad de expresión, al menos no en masa. Más vergonzoso aún ha sido que ni los periodistas hayan realizado una acción coordinada para solidarizarse con sus compañeros (¿falta de imaginación? Bien pudieran ser primeras planas en negro, consignas en los tabloides hasta que se esclarezcan las muertes, las opciones son demasiadas).

Nos falta apreciar los pequeños medios informativos, aquellos que se juegan el cuello más que nada por amor al oficio, pues la ganancia es poco significativa. Los grandes consorcios se preocupan por sus bolsillos. La información es un negocio para ellos, no un derecho que nos ofrecen a nosotros. Ellos pueden contratar y despedir a quien se le dé la gana. Nosotros podemos decidir si los vemos, los escuchamos o los leemos. Ser leal al gobierno deja de ser un buen negocio si no hay audiencia que justifique los altos precios del tiempo al aire para comerciales.

También nos falta reconocer que todos podemos ser periodistas. Los medios hoy en día nos sobran. Los índices de cámaras fotográficas per capita en la calle deben ser los más altos en la historia del país. La mayoría de los modelos de celulares permiten grabar audio. Las plataformas para publicar en la red son tan variadas que es difícil elegir.

No quiero con esto menospreciar el oficio del reportero. A pesar de todo, necesitaremos siempre gente que se dedique tiempo completo al periodismo, pues son los que pueden hacer mejor que nadie el trabajo. Son los que saben cómo solicitar documentos a las dependencias, verificar los datos, hacer las preguntas incómodas durante las ruedas de prensa y las entrevistas. Aún en el periodismo profesional, son los menos y necesitamos de ellos más. Empecemos por reconocerle su labor para no solo saber que existen cuando aparecen en una fosa con signos de tortura porque estaban haciendo bien su trabajo.

Por otro lado, los grandes consorcios deberán ser leales a las políticas del gobierno federal mientras el espectro radioeléctrico sea un pastel en una fiesta donde el poder Ejecutivo tiene el cuchillo para repartirlo. No basta una voz disidente en la radio nacional para cambiar este panorama. Por eso me siento incómodo si comparto o expreso indignación por lo sucedido al equipo de Carmen Aristegui. Sí, limita las opciones de información en radio, pero si me voy a quejar, no será para reconocer el poder que tiene la burguesía para decidir qué vamos a escuchar. Los medios alternativos existen. Mientras, la fama de Carmen Aristegui le permitirá entrar a otros medios, tal vez más pequeños. Deberíamos voltear a esos medios que tienen menos intereses que perder. Mejor así, son los medios que prefiero leer y escuchar.

Solidarizarme con Carmen Aristegui me parece acción de una fandom iracunda, similar a la que se manifestó cuando Cuauhtémoc Blanco no fue convocado a la selección. Prefiero solidarizarme con los periodistas de bajo perfil que arriesgan su pellejo para mostrarnos la carne putrefacta de la nación.  Ella al menos sigue viva, y si es congruente, seguirá reporteando en algún medio, por pequeño que sea, filtrando los escándalos de la clase política.

Moises

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Los afromestizos en la tragicomedia mexicana

Publicado en De-Veritas

Es común escuchar un parafraseo a Karl Marx proveniente de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: «La historia se repite, primero como tragedia y después, como comedia.»  Pero en México, como si estuviéramos influidos por aquella concepción circular de algunas culturas prehispánicas en las que el pasado remoto es de la misma naturaleza que el futuro remoto, solemos hacer de nuestra propia historia una tragicomedia. A pesar de la sacralización de la historia patria, no falta quien señale aquel carácter. Pongamos algunos ejemplos: sobre la conquista, La destrucción de todas las cosas de Hugo Hiriart;  sobre la independencia, Los pasos de López de Jorge Ibargüengoitia.

Es por estas fechas que me acuerdo de la novela de Jorge Ibargüengoitia y de la extraña historia del alzamiento armado que inició en el pueblo de Dolores, incitado por el cura Miguel Hidalgo. Ignacio Pérez -y no Ignacio Allende como se suele confundir- avisó a los conspiradores de San Miguel y Dolores, por instrucciones de la apresada Josefa Ortiz de Domínguez, que la conspiración había sido descubierta. La premura provocó que se tuviera que confiar en una masa desorganizada y mal armada, pero eso sí, enardecida por las injurias de siglos. Si Hidalgo logró verdaderamente reunir de unos campanazos a esa masa, es puesto en duda, pero que el Ejército Insurgente contaba con ella al llegar a Guanajuato es indiscutible.

El plan político de Hidalgo al inicio de la campaña también tiene un aire de misterio. Qué dijo para motivar a la población a unirse a su causa es ignorado. Las arengas al final hacen dudar que buscara la independencia de España, pero no hay duda de que buscaba una revolución:

¡Viva Fernando VII!, ¡viva América!, ¡viva la religión y muera el mal gobierno!

Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, señala acertadamente las diferencias de la insurgencia mexicana frente a la sudamericana. Le parece que las proclamas exigen reformas sociales más que la independencia. Es verdad, Hidalgo abole la esclavitud en Guadalajara, mas no exige la independencia. Quien se plantea primero esto en una proclama es un afromestizo: José María Morelos. Muy probablemente el padre Pinole en la obra de Ibargüengoitia sea una referencia a él, a quien describe como «prieto, grande, con una boca que fruncía para hacer parecer más chica.»

Sin embargo, un par de siglos antes de la gesta independentista la negada raíz negra luchó por la libertad en territorio novohispano con éxito. Gaspar Yanga fundó San Lorenzo de los Negros en 1570, conformado por negros cimarrones, pueblo que hoy en día adopta el nombre de su libertador. Los españoles trataron poner fin a la rebeldía de sus esclavos para que no sirvieran de mal ejemplo  y, fracasando en su intento, tuvieron que aceptar su libertad.

El Ejército Insurgente, tras la muerte de Morelos e Hidalgo, se encontraba desgastado. El virrey Juan Ruiz de Apodaca logró convencer a varios jefes insurgentes de deponer las armas. Sin embargo, el espíritu independentista se mantuvo en la montañas del sur gracias a la tenacidad de Vicente Guerrero, quien conocía mejor que nadie la región. Su piel oscura y sus apretados rizos no ocultaban su herencia afromestiza. No cedió a los ofrecimientos del general realista, Agustín Iturbide, de reconocerle su rango militar y de ofrecerle el gobierno sobre el territorio que controlaba. Sólo aceptó aliarse con él cuando Iturbide estuvo dispuesto a luchar también por la independencia.

En la tragicomedia histórica mexicana, donde los mismos héroes a veces reflejaban posiciones titubeantes y contradictorias, inspiradoras de la picardía de literatos, los afroamericanos han jugado una posición más firme en la búsqueda por la libertad, quizá por aquella memoria consciente o inconsciente de la esclavitud padecida.

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