Seguido me pasa. Camino por calles que ya conozco, me dirijo a sitios que ya he visitado. De repente me detengo, observo dónde estoy parado y me doy cuenta de que me extravié.
Así estoy hoy. Así he estado estos días. Perdí el rumbo en no sé qué vuelta y ahora no sé dónde me encuentro. Cada minuto que pasa olvido hacia dónde me dirigía.
Tan solo quisiera encontrar un abrazo, una costa, para saber que no estoy a la deriva.
Tal vez está ahí, y no veo nada por la bruma. Tal vez está ahí, pero no sé cómo levantar los brazos.
Otra vez me perdí. Pero no se preocupen. Tantas veces me ha pasado que ya aprendí a mantener la calma.
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Otra vez me perdí
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La miseria competitiva
Como comenté en otra ocasión, una de las características que más apreciaba de Xanga era su capacidad de crear una comunidad cohesionada de blogueros. Podríamos no ser grandes escritores, pero al menos estábamos atentos a los escritos de nuestros pares. Atribuyo a los blogrings esa capacidad de cohesionar. Sin embargo, esa misma característica le confería uno de sus lados más oscuros: la miseria competitiva.
Muchos recordarán los blogrings pro Ana y mía donde se compartían y se aconsejaban tortuosas dietas para pesar menos de 50 kilogramos. Pero quienes estábamos diagnosticados con un trastorno psiquiátrico no nos quedábamos atrás y compartíamos nuestro cocktel y cómo, en ocasiones, lo mandábamos al carajo. Blogs con imágenes de cortadas y que engrandecían la histeria. No es raro que en la segunda versión de su mapa de comunidades online, Randall Monroe ubicara a Xanga en la bahía del Drama (Bay of Drama) mientras que en la primera versión está cerca de la bahía de la Angustia (bay of Angst).
Los blogs que manteníamos en Xanga no eran para mostrárselos a nuestra familia, compañeros de trabajo o a nuestros amigos menos cercanos, sino para ese extraño que, casualmente, podía sentir más empatía de nuestros pesares.
Facebook transformó esa dinámica. Decir que te sientes triste, deprimido o miserable en facebook puede poner a uno en una situación incómoda. No quieres darle explicaciones a tu familia extendida o a tu compañero de trabajo que solo saludas por compromiso sobre cómo te sientes.
Casualmente, uno se siente más triste si nota que las demás personas se encuentran más felices. Al menos eso parecen indicar algunos estudios sobre el comportamiento en esa red social ¿Acaso en Xanga nos sentíamos más felices al descubrir que había gente más miserable que nosotros? Tal vez era parte de su encanto. Pero también era una forma de conseguir la comprensión y el apoyo que no teníamos o no podíamos pedir de la gente cercana a nosotros.
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De recuerdos
Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.
Coleccionamos objetos como si fueran los recuerdos mismos. Creemos que una foto es el recuerdo mismo. Engaños de la mente. No son más que metáforas palpables de quienes fuimos, amuletos que nos sirven para invocar pensamientos. Los recuerdos no tienen realidad material, son evanescentes. Aunque en ocasiones se guardan en la memoria como si tuvieran un filo. De vez en cuando los tomamos sin precaución y nos hieren levemente. Inhalamos para evitar expresar algún gemido. Exhalamos. Se nos va un suspiro.
Cuando mi abuelo murió, todos los recuerdos de quien fue para mí se agolparon, como si fueran la tapa de una Doncella de Hierro -aquel sarcófago de clavos- que se cerraba conmigo adentro. No dolían los recuerdos en sí, sino la certeza de no poder coleccionar más de aquellos. Han pasado los años, y esos recuerdos se han vuelto más dóciles. Han perdido su punta lacerante.
Recordar a alguien vivo es distinto. «¿Se acordará de mí?» nos preguntamos, mientras tratamos de entender cómo se separaron aquellos destinos. «¿Recordará algo de aquella larga plática que se desenvolvía como si el tiempo fuera solo una quimera para entretener a los filósofos y a los físicos?». Algunas de esas personas se alejaron sin que entendiéramos qué hicimos para volvernos malas compañías. De otras, nos alejamos y ahora tratamos de entender si los motivos eran suficientes para hacerlo. Para justificarnos, sostenemos el último recuerdo -el menos grato de todos los acumulados- y asentimos, mientras ocultamos torpemente la duda que busca asomarse.
Casi no salgo los fines de semana. Son días de ensimismamiento. Me visitan los recuerdos. Pienso en aquellas personas que seguramente no piensan en mí. ¿Guardarán algún recuerdo, como yo lo hago, que les sirva para recordar que hubo momentos de alegría? Y luego, un suspiro.
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