Cuando falleció mi abuelo, una parte de mi vida perdió sentido. Me gustaba ser buen estudiante por ver su cara de felicidad de cada que le mostraba mis calificaciones. Y quería titularme con honores para ver el rostro de mi abuelo ese día.
Mi abuelo murió un semestre antes de que yo entrara a la Universidad. Poco después tenía que escoger una carrera. Yo ya era un escéptico que no creía en la vida después de la muerte y no tenía sentido escoger una carrera para complacer a mi abuelo. En ese momento, me di cuenta que todo mi plan de vida era solo para ver el rostro feliz de mi abuelo, que ya no podría ver más.
Entonces, cambió mi plan de vida: no cumpliría nunca 18 años. Por supuesto, ese plan también salió mal. Mis intentos suicidas fueron tan ridículos que me han recomendado utilizarlos para una rutina de stand-up. Volví a intentarlo en años posteriores. La última vez casi lo logré. Estuve en terapia intensiva tres días y hospitalizado una semana.
En esas ocasiones, y en otras menos dramáticas, he podido darme cuenta de toda la gente que me aprecia. Sin esas personas, la vida sería un poco menos soportable. Todos eso amigos son en los malos momentos como la sonrisa ausente de mi abuelo.
Hoy, que cumplo otro año más de vida a pesar de mí, quiero darle las gracias a todos aquellos que me han acompañado incondicionalmente. No los nombraré, por temor a las omisiones injustas. Solo diré que son los que hoy festejan que cumpla otro año más de vida, y no otro de ausencia, son quienes se han quedado conmigo aún cuando muestro lo peor de mí y con quienes quiero compartir mis alegrías.
A veces es bueno que las cosas no salgan como uno las planea.