Archivo mensual: febrero 2015

Sabrá el nombre de la dama y el color del vestido

Los estudios de etnosemántica que siempre me parecieron más interesantes eran los que tenían que ver con los nombres de los colores. Me parecía fascinante saber que en algunas lenguas discutir si algo es azul o verde, o naranja o rojo, o cualquier otra categoría contigua en el espectro cromático, era fútil, ya que estas podían agrupar en una misma categoría esos colores. En el extremo opuesto, está el clásico ejemplo de Franz Boas sobre los nombres para el blanco en los pueblos inuit.

Pero lo alucinante del color no queda en el aspecto etnolingüístico. La luz es una onda muy particular, por eso de ser onda y partícula. Y la refracción es un fenómeno óptico que, aunque la descompone en su gama cromática, no revela toda la complejidad del color.

Resulta que el cerebro también interviene en cómo vemos la luz, y por lo tanto, los colores. Una de las anécdotas que más se me quedaron grabadas de Un antropólogo en Marte de Oliver Sacks era la de un pintor que se quedó, por decirlo de alguna manera, daltónico. Sacks aprovecha para explicarnos todo lo que sabemos y no sabemos sobre cómo se perciben los colores.

Ahora, Internet ha logrado dividir al mundo entre quienes pueden ver el color de un vestido como negro y azul, y entre quienes pueden verlo dorado y blanco, mostrándonos que aún no entendemos del todo cómo funcionan los colores. De esta situación particular, podemos concluir lo siguiente:

  1. El mundo siempre encontrará motivos para polemizar.
  2. Hemos entendido que no todos tienen que ver, necesariamente, lo mismo que nosotros.
  3. Los misterios que Internet plantea, Internet los responde.

Pero si aún hay quien quiera discutir sobre los colores de un vestido, me acuerdo ahora de una adivinanza que le gustaba a mi abuelo:

Si el enamorado es el correspondido, sabrá usted el nombre de la dama y el color del vestido.

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La realidad que ofende

Mi conexión a Internet es mala y no tengo televisión. De la espectacular entrega de los Óscares no supe mas que por Twitter, la T.V. del hombre posmoderno. Este medio tiene la ventaja de resumir en tiempo casi real lo más relevante de un evento.

Poco podía comentar sobre la entrega de los premios de la Academia. Me pude dar cuenta de que no he visto ninguna de las películas nominadas y que el año pasado me dediqué a ver solo películas clásicas disponibles en línea. Mi seguimiento del evento por Twitter carecía de muchos referentes. En específico, no podía entender por qué varios se sentían ofendidos por un comentario de Sean Penn. Pasó un rato para que encontrará un extracto del momento en que el actor, al anunciar el tercer premio de Alejandro González Iñárritu, espetara en evidente tono de sorna: «¿quién le dio la green card -documento necesario para trabajar en Estados Unidos como migrante -a este hijo de perra?»

¿Fue un comentario ofensivo hacia González Iñárritu, o insensible hacia una comunidad que ha sido estigmatizada y perseguida? Además, se inserta en el contexto de la decisión reciente de un juez texano que declara ilegal la medida de Barack Obama para normalizar la situación laboral de muchos migrantes en Estados Unidos.

En contraste con el comentario de Sean Penn, quien actuó bajo la dirección de González Iñárritu en 21 gramos, el galardonado aprovechó el podio para hacer una tibia referencia a la situación de los migrantes en Estados Unidos. No se sintió ofendido por su comentario.

Quiénes sí se ofendieron tienen buenas razones. Pero no por el chistorete de Sean Penn, sino por la realidad que le permite existir. Los norteamericanos se sienten amenazados por los migrantes, que «les quitan su trabajo» ; y
ahora, los premios por su trabajo. Ni Lubezki, ni González Iñárritu hubieran sido premiados si no hubieran obtenido su green card.

En términos generales, la situación de Lubezki y González Iñárritu no es muy distinta a la de un jornalero. A falta de oportunidades laborales, van a buscar la suerte en el gabacho para sus proyectos cinematográficos.

El éxito que han tenido Alfonso Cuarón, González Iñárritu y Emmanuel Lubezki alientan a seguir sus pasos, como lo hace el paisano que regresa en su troca al pueblo de donde salió para financiar la fiesta, prueba de su éxito. Las historias de fracaso no son tan difundidas, al menos que alguien la adopte como tema para una película que seguramente tendrá poco éxito, porque no nos gusta que nos recuerden la realidad  -como lo hizo Sean Penn con su chiste -porque es una realidad que ofende.

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Aún podríamos inventar un mundo para nosotros

Lo que me gusta de mi trabajo -que aún puedo decir que es mío- es que leo mucho. Aunque no siempre leo lo que quisiera leer, de vez en cuando puedo sugerir las lecturas a realizar. Me gusta practicar los distintos tonos de voz que puedo usar. Me gusta poder detenerme y comentar con el maestro Sergio algunos puntos de la lectura. No sería un mal trabajo si no fuera por dos aspectos: la paga es modesta, muy modesta, tan modesta que quizá uso «modesta» como eufemismo de mala. Llevo ya más de año y medio y no da vistos de que mejorará con el tiempo. Luego, el ambiente laboral se ha vuelto tenso, porque trabajo en la casa del investigador y los roces con gente que no es del trabajo se empiezan a volver inaguantables.

Tras un encono desagradable en la mañana de este martes, he decidido que la búsqueda de un empleo mejor remunerado y con más opciones de crecimiento es necesaria e inaplazable. Este trabajo que aún conservo, lo he ofrecido en facebook para no causarle problemas al investigador por dejarlo sin ayudante. Finalmente ¿qué tan fácil sería encontrar a alguien que quisiera un trabajo donde gana tres mil pesos al mes, sin prestaciones y sin opciones de crecimiento al corto, mediano y largo plazo? Me he sorprendido por la respuesta: a mucha gente. ChambaNo me sorprendió tanto que recién titulados les pareciera un trabajo aceptable para adquirir experiencia, o amigos que no tienen por el momento muchos planes de titularse, ni grandes responsabilidades lo vean como una buena alternativa. Lo que me sorprendió fue recibir solicitudes de gente ya con varios años de experiencia -no solo laboral, de vida-, algunos con unos años de haberse titulado, otros con hijos, otros con ambas características. Retiro

Y no faltaron tampoco quienes se sintieron ofendidos. Alguien, que al no tomarlo yo muy en serio porque anteriormente me había rechazado una oferta con mejores percepciones económicas, me eliminó de su lista de amigos. Una amiga se dio cuenta del embrollo en el que me había metido y desistió en postularse. Había amigos que apelaban a nuestra profunda amistad para ser los escogidos (y tal vez dejen de ser mis amigos si no les dan el empleo, ¡aunque yo ni siquiera voy a ser el contratante!).

ComentarioMi incredulidad ante la gran cantidad de ofertas fue compartida con U, quien en un comentario se sorprendía por la batalla que se libraba por la modesta paga y la modesta chamba. HaygenteY tiene razón. Esta situación, además de las enemistades que parece ser que me provocará, me muestra un síntoma del alto índice desempleo que sufre mi generación. O tal vez debo decir «mi generación que creyó en los cantos de sirenas de las ciencias sociales».

Amigos, necesito decirles que si no puedo dejarles esta chamba, no es porque no tengan la capacidad para desempeñarla, y que ustedes pueden buscar más y mejores opciones. Y si aún así no la encuentran, podemos buscarnos entre nosotros. Aún podríamos inventar un mundo para nosotros. No dejemos que esta máquina nos destroce, ni tiremos a la papelera nuestros proyectos de vida que alguna vez creímos hermosos por utópicos.

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Un dolor silencioso

Hace unos meses me caí de la bicicleta. Era un día lluvioso. Llevaba prisa. El pie se me resbaló del pedal, me fui de lado y mi costado pegó con la banqueta. Era un sábado en Ciudad Universitaria, así que no corrí el riesgo de interponerme frente a un carro, ni nadie fue testigo de mi vergonzosa caída.

El costado me dolió por un tiempo. Recordaba el dolor cada que intentaba levantarme, cada que lo olvidaba y me recargaba sobre él por descuido. Solo en una ocasión fue tan insoportable que tuve que quedarme en cama hasta que se pasara. Aún regresa en ocasiones y no sé si se trata de una lesión mal tratada. No suelo quejarme. Guardo silencio. Sé que se me olvidará aquel dolor en el costado.

Hace dos meses aproximadamente me hice otra herida. También procuro guardar silencio. Ahora se siente más fuerte que ese dolor en el costado. Pero se me pasará, lo sé, y podré ignorarla. Aunque temo que tanto ese golpe como esta herida busquen arraigarse en mis sentires cotidianos, y solo por no querer pedir ayuda.

«El tiempo cura las heridas». Pero desconfío un poco de su capacidad. Nunca me ha mostrado su cédula profesional.

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Curso de filosofía. Corrientes filosóficas.

Hubo autores que jamás escribieron nada. Sócrates es quizá el ejemplo más citado, y de Lacan se comenta su fobia por escribir. De las palabras de Sócrates debemos confiar en la fiabilidad de Platón y de Lacan, sus largas conferencias se volvieron libros densos transcritos por dedicados estudiantes.

Como estamos en la época de la trivialización y lo banal; de lo breve y digital, me ha estado desde hace un tiempo rondando la idea de un videoblog donde exponga ideas absurdas. Pensaba darle un nombre que evidenciara que se trataba de una sátira, algo como «El loco de la pipa» o «Filosofía para youtube». Pero en fin…

 

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De recuerdos

Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.

Roberto Juarroz

Coleccionamos objetos como si fueran los recuerdos mismos. Creemos que una foto es el recuerdo mismo. Engaños de la mente. No son más que metáforas palpables de quienes fuimos, amuletos que nos sirven para invocar pensamientos. Los recuerdos no tienen realidad material, son evanescentes. Aunque en ocasiones se guardan en la memoria como si tuvieran un filo. De vez en cuando los tomamos sin precaución y nos hieren levemente. Inhalamos para evitar expresar algún gemido. Exhalamos. Se nos va un suspiro.

Cuando mi abuelo murió, todos los recuerdos de quien fue para mí se agolparon, como si fueran la tapa de una Doncella de Hierro -aquel sarcófago de clavos- que se cerraba conmigo adentro. No dolían los recuerdos en sí, sino la certeza de no poder coleccionar más de aquellos. Han pasado los años, y esos recuerdos se han vuelto más dóciles. Han perdido su punta lacerante.

Recordar a alguien vivo es distinto. «¿Se acordará de mí?» nos preguntamos, mientras tratamos de entender cómo se separaron aquellos destinos. «¿Recordará algo de aquella larga plática que se desenvolvía como si el tiempo fuera solo una quimera para entretener a los filósofos y a los físicos?». Algunas de esas personas se alejaron sin que entendiéramos qué hicimos para volvernos malas compañías. De otras, nos alejamos y ahora tratamos de entender si los motivos eran suficientes para hacerlo. Para justificarnos, sostenemos el último recuerdo -el menos grato de todos los acumulados- y asentimos, mientras ocultamos torpemente la duda que busca asomarse.

Casi no salgo los fines de semana. Son días de ensimismamiento. Me visitan los recuerdos. Pienso en aquellas personas que seguramente no piensan en mí. ¿Guardarán algún recuerdo, como yo lo hago, que les sirva para recordar que hubo momentos de alegría? Y luego, un suspiro.

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Movilidad Oxidada

Movilidad Oxidada

Movilidad Oxidada.

A algunos les costará entender por qué este cerro en el que vivo me agrada. Aunque es un lugar frío en el que te tardas horas en subir o bajar, aunque sus casas habitación ejemplifiquen un problema de urbanidad en donde la gente ya no encuentra dónde asentarse para vivir y trabajar en esta ciudad. A pesar de ello, me gusta vivir aquí, observar sus calles sui generis y, aunque regrese siempre extenuado, veo con satisfacción en lo alto la ciudad, como si la hubiera vencido un día más.

Las colonias del Cerro del Judío tienen un mucho de peculiares. Los andadores recuerdan a Guanajuato, mientras que las carcachas que abundan bien podrían recordar a Cuba. Estas carcachas me llamaron la atención para hacer una serie fotográfica.

Disculpen mis pretensiones. Aclararé que no me considero fotógrafo. Ni siquiera soy un tipo con una cámara fotográfica excesivamente cara, que se cree fotógrafo. Solo tengo un celular que captura imágenes con una resolución de 5 megapixeles. Me las arreglo así. Es una apuesta por la composición de la foto, salvar las limitantes gracias a un buen encuadre.

Los carros me producen antipatía. Entonces ¿por qué fotografiarlos? Para empezar, es un placer que tengo en observar lo viejo. Luego, que estos carros sean carcachas oxidadas que siempre veo en la misma posición me congratula. El símbolo de la modernidad y el progreso individual yace aquí abandonado, sin haber podido enfrentarse con dignidad al transcurso del tiempo.

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