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Zorros contra tiburones

La primera vez que entré a un estadio de fútbol fue para ver un partido de Veracruz contra Atlas. Los Tiburones habían calificado a la liguilla en muy buena posición y se enfrentaban contra los Zorros en octavos de final.

A mí no me gustaba ver el fútbol. Prefería patear balones, meter goles y, sobre todo, pararlos. La posición de portero era mi preferida. En la privada donde vivíamos, me la pasaba horas golpeando la pelota en la pared lo más fuerte posible. Veía el balón rebotar y me lanzaba sobre él.

Mis tíos y mis primos de Irapuato sí veían mucho fútbol. Ellos eran seguidores de las Chivas. Cuando los visitaba, me preguntaban a qué equipo le iba. No sabía que debía irle a un equipo. «Pues al Veracruz» les dije por decir algo.

En una ocasión, mientras pateaba el balón contra la pared, una vecina me preguntó lo mismo que mis primos: «¿A qué equipo le vas?». «A los Tiburones», contesté con tono seguro. «Ese equipo es maleta», me dijo. «¿Y qué equipo es bueno?». «El Necaxa está en primer lugar de la tabla». Yo no sabía por qué a los equipos los ponían en una tabla, pero estar en primer lugar debía ser bueno: «Entonces le iré al Necaxa», le dije.

Mi padre llegó un día con la noticia de que me llevaría a ver un partido de fútbol del Veracruz. «Pero ese equipo es malo, ¿no?» objeté. «¡Claro que no! Clasificaron ya a la liguilla» contestó con su voz grave y sonora. «¿Qué es la liguilla?», pregunté. «El torneo se divide en dos, la liga y la liguilla» respondió mi padre e hizo una larga explicación. Yo hacía como que entendía.

El día del partido nos vestimos de rojo. El estadio Luis «Pirata» Fuente me pareció gigantesco. En la entrada, mi padre compró una vuvuzela azul, blanca y roja, como la bandera del equipo. Me costaba sacarle sonido a esa trompeta de plástico y sus rebabas me lastimaban los labios, pero me parecía más entretenido intentar sonarla que gritar. En el estadio no podía escuchar mi voz.

Le hice muchas preguntas a mi padre ese día: «¿Por qué insultan a los jugadores del equipo contrario?». «Es parte del juego». «¿Qué tanto le gritan al árbitro?» «Le gritan «árbitro vendido»». «¿Ya se acabó el juego?». «No, solo es el descanso». «¿Ese jugador se lastimó?». «No, solo hace tiempo». «¿Por qué marcaron falta si nadie se cayó?». «No marcaron falta, marcaron fuera de juego». «¿Por qué es «fuera de juego»? Yo lo vi dentro del juego».

A excepción de los jugadores con camisas blancas y rojas que corrían hacia adelante y hacia atrás, no recuerdo nada especial dentro de la cancha. Disfruté más ver a la gente, sobre todo a mi padre. Chifló, gritó y saltó durante todo el partido.

Después de mi vista al estadio, comencé a interesarme en el fútbol. Hasta me aprendí el nombre de algunos jugadores. Mi jugador favorito era Adolfo Ríos, el portero de los Tiburones. Una vez lo encontré en Plaza Mocambo y le pedí su autógrafo. No entendía por qué no lo llamaban para la Selección Nacional, si era mucho mejor portero que ese tal Jorge Campos, a quien se le iban las pelotas por tratar de pararlas con una mano.

Ya no voy a partidos de fútbol con mi padre. Dejé de hablarle hace varios años. No me importa. El fútbol ya no me interesa. Ni sé qué jugadores están con los Tiburones. Aún así iré a ver el juego de Veracruz contra Atlas en el estadio Jalisco. Algo me pide hacerlo. El Atlas está en último lugar y seguro los Tiburones, penúltimos del torneo, podrán ganarles. El juego será aburrido, pero yo me entretengo solo con ver chiflar, saltar y gritar a la gente.

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El tío Moy

El tío Moy no viajó por el mundo, pero casi. Visitó Tierra de Fuego, dio media vuelta y se dirigió hacia Alaska. Todo el recorrido lo hizo en bicicleta.

En la hora de la comida, mi abuelo a veces nos contaba sobre el tío Moy y de la familia Rodríguez. Eran unos excéntricos. Vivían en Tabasco. Uno tenía de mascota dos cocodrilos y otro un tigrillo.  «¡Ay, se metían a bañar con los cocodrilos en la tina!» agregaba mi abuela escandalizada, mientras imaginaba aquellas escenas con precisión.

En secundaria el tío Moy visitó Veracruz. Mi abuelo lo anunció con días de anticipación.  «Viene Moy. Se va a quedar unos días aquí». Cuando lo dijo, se movía como un cachorro poseído por la felicidad. Yo me emocioné también con la novedad. Quería conocerlo para que me contara cómo podría recorrer el continente en bicicleta. Mi abuelo sacó para la sobremesa las historias de los cocodrilos, el tigrillo y los viajes en bicicleta de Tierra de Fuego hasta Alaska.

Unos días después descubrí una bicicleta de carreras en la casa de mis abuelos, al llegar de la escuela. El corazón me saltó y los ojos se convirtieron en unos platos al verla. El tío Moy había llegado. Sentí como si hubieran escondido un dinosaurio en la casa. Puse atención a todos los ruidos de la casa para encontrarlo. Me encontraba en el piso de arriba cuando escuché un silbido que no era de mi abuelo. Este silbido estaba bien temperado y pasaba de graves a agudos con mucha facilidad, como si fuera un instrumento. «¿Quién silba tan bonito?» decía mi abuela. Era el tío Moy.

Al tío Moy me lo había imaginado delgado y atlético, pero estaba más regordete que mi abuelo. Con la ropa azul de ciclismo, parecía el planeta tierra visto desde el espacio. Las canas de la barba y el cabello completaban su atuendo. En él se veían como un casquete polar. Mi abuelo nos presentó: «Él es mi nieto, hijo de Juan. Él es tu tío Moy, mi primo». A mi abuelo le brillaban los ojos al mencionarlo.

Moy nos contó que habló con el ayuntamiento para dar vueltas en un parque por cinco horas en beneficio de los adultos mayores. «Es parte de su truco para viajar por América», pensé. «Visita los ayuntamientos y lo apoyan con una causa». Comió con nosotros y le pregunté cómo comenzó a viajar en bici. «La tomé un día y me seguí». Tenía un vozarrón. Nos contó cómo en Panamá participó en una una carrera y quedó en tercer lugar. «Soy más un ciclista de resistencia, no de velocidad», se disculpó, como si no haber ganado el primer premio pudiera romper la imagen que tenemos de él.

Mi madre me acompañó al parque donde daría vueltas al tío Moy. Mi abuelo ya estaba ahí, así como una pila de jeringas, medicamentos y pañales para adultos. Nosotros también llevamos pañales. La bici se ponchó antes de las cinco horas y no sé por qué ya no pudieron parcharla. Solo el tío Moy parecía decepcionado por lo sucedido. Todos los demás estaban muy contentos de tenerlo de visita.

No volví a saber del tío Moy. No sé si alguien le avisó de la muerte de mi abuelo. No fue al funeral. Por curiosidad busqué en Internet su nombre, para ver si algún periódico local anunciaba su recorrido por América y su campaña para apoyar a los adultos mayores. Solo encontré una esquela de Moisés Rodríguez, quien construyó una bicicleta acuática para pedalear en uno de los tantos lagos de Tabasco. Sonaba al tío Moy.

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La llanta pinchada

El primer día no pasó nada. Me entregaron la mochila, un cubo verde casi fosforescente. Para pagarla, me descontarán de mis primeras ganancias. Abrí la aplicación de entregas y esperé a recibir un pedido. En poco tiempo apareció una notificación. Acepté el encargo, pedaleé y recogí unas tortas ahogadas, el almuerzo preferido aquí en Guadalajara. Las entregué en la puerta de un departamento y me fui a casa.

El segundo día no parecía diferente. Desde la una de la tarde comencé a recibir pedidos. Entregué cuatro en tres horas. «A este ritmo, me endeudaré si compro bebidas hidratantes», pensé. Pedaleé por la ciclovía. De repente, un golpe de suerte: me estampé contra una camioneta que se atravesó en mi camino. No me lastimé. Un hombre con el aspecto de Carlos Monsiváis se bajó del vehículo y aceptó la culpa. «¿Cuánto quieres?», preguntó. «Lo que usted considere justo». Me dio quinientos pesos sin añadir nada de prosa abigarrada. Le agradecí el gesto, me santigüé y seguí mi camino.

En la noche se acabó mi fortuna. No llegó ningún pedido hasta las nueve y media, que debía entregar en una colonia desconocida. Además, briznaba. Hasta ahora, Guadalajara me ha parecido una ciudad segura, pero aquí opera el cártel de Jalisco. Encadené bien la bici cuando llegué al destino y corrí por las escaleras. Tras entregar el pedido, decidí regresar a casa, pero la noche tenía otros planes. De regreso, al doblar en la esquina, la llanta se atascó en las rejas de una alcantarilla. Acabé en el suelo. Me tomó unos minutos levantarme. Cuando lo logré, noté la llanta pinchada. Estaba en un hoyo oscuro lejos de casa. Intenté subirme al tren ligero, pero no me dejaron llevar la bici. Caminé un rato mientras pensaba qué hacer.

No podía arriesgarme a dejar la bicicleta en uno de los aparcamientos de la alameda. Una noche es tiempo suficiente para cortar el candado con una segueta. Mi bicicleta valía el esfuerzo. Busqué una cafetería nocturna hasta que me ganó el hambre. Me paré a comer en un puesto de la calle. Dos sujetos voltearon a ver la mochila de repartidor. Uno se parecía a Jorge Volpi. El otro era una versión morena y sin lentes de Bolaños. Volpi comenzó la conversación. «¿Te va bien con las entregas?». Di un suspiro. «Ni tan bien», contesté. «Yo sé dónde hay un taller de bicicletas», me dijo Volpi. Bolaños le señaló que a esta hora ya debía estar cerrado. «¿Qué no me conoces?» le responde. «Si a mí medio mundo me debe favores». El del puesto de comida me aseguró que Volpi era de confianza. No me tranquilizó, pero no tenía mejores opciones. Crucé la calle con ellos y atravesamos una puerta metálica.

Los tres entramos a una vecindad. En el patio había una mesa donde dos hombres rechonchos jugaban ajedrez. Volpi los saludó. «Bienvenido al torneo nocturno». Continuamos hacia una habitación con tres camas y un muchacho concentrado en una pipa de cristal. Lo imaginé como personaje de José Agustín. «Para acelerar las cosas, quítale la llanta y la llevo al taller», ordenó Volpi. Lo obedecí. Saqué la rueda y se la dí. Volpi tenía su propia bicicleta. La montó y se puso la rueda pinchada al hombro. «Te dejo con buena compañía», dijo y se fue. Observé a Bolaños y a José Agustín. «Y ustedes, ¿a qué se dedican?», pregunté solo por conversar. José Agustín me mostró las drogas que estaban en una cómoda y dijo, como si fuera obvio: «Pues a esto». Bolaños sacó una pipa con mota y me la ofreció. Rechacé su invitación. «Me duerme», confesé. «Pon algo de música para ver qué te gusta», me indicó Agustín. Saqué el celular y puse a Rag’n’ Bone Man. Le gustó y me ofreció la pipa con hielo. Yo quería estar alerta. Acepté. Poco a poco nos acostumbramos a nuestra compañía. José Agustín quería platicar de rock conmigo. «¿Sabes quiénes son?» preguntó cuando sonaba Bohemian Rhapsody de Queen.

A Bolaños le interesaba más mi celular. Me ofreció seiscientos por él. Negué con la cabeza. Luego ofreció seiscientos y un teléfono, hasta llegar a mil pesos y un teléfono. El celular me había costado mil quinientos. Su oferta era demasiado buena. El dinero me hacía falta. «Solo déjame revisar ese teléfono», le dije. Tenía que comprobar que me servía para el trabajo. Me servía.

Volpi regresó sin la llanta de la bicicleta. «Me dijeron que estaría en una hora. Mientras, podemos tomarnos unas cervezas». No quería embriagarme, pero tampoco quería verme demasiado desconfiado. Pedí una lata nada más. Volpi se fue otra vez y tardó en regresar. Trajo las cervezas. La llanta seguía ponchada. «Me quedaron mal», se disculpó. Conversé un rato con ellos. Me hablaron sobre lo horrible que es estar en un centro de rehabilitación. Bolaños acababa de escaparse de uno. «¿Ahí se conocieron?», les pregunté. «No, somos del mismo barrio», me dijeron. Conformé pasé tiempo con ellos, mis preocupaciones se disiparon.

Cuando salí del cuarto ya nadie jugaba ajedrez. El torneo nocturno había acabado. Eran casi las siete de la mañana. Ya había salido el sol. Caminé con más confianza por las calles del centro. Dejé la bicicleta encadenada en un aparcamiento y entré a una cafetería. El mesero se parecía a José Emilio Pacheco. Pedí un americano y una pieza de pan dulce, mientras pensaba lo extraña que había sido la noche. Recordé a Alicia en el país de las maravillas . «En lugar de caerme por una madriguera, me caí por una alcantarilla», pensé mientras observaba cómo el poeta me servía una taza de café. No me había ido mal, después de todo. Gané mil quinientos pesos en una solo noche.

Acabé de desayunar y busqué mi bicicleta. Le faltaba una rueda, la que no estaba pinchada. Alguien se la había robado.

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El recorrido

Día 0

A Cuernavaca llegué con un corazón roto, una bici de acero, una mochila de acampar y unos cuantos pesos. Pagué el cuarto más barato que pude encontrar. Dormí mal. Las cucarachas no dejaban de vigilarme.

Día 1

Llegué temprano al parque para inscribirme en el recorrido. Me dieron el jersey más pequeño que tenían. Me quedaba guango. Yo era el único sin una bicicleta profesional y sin ropa deportiva. Desde el principio me coloqué en la retaguardia. Me pisaban los talones el doctor, un médico cirujano con problemas del corazón; el abuelo, un señor de ochenta años que no hablaba casi porque se le salían los pulmones, y la barredora.

Acampamos cerca de un piscina. Comí una lata de atún y me dormí temprano.

Día 2

A Pepe Díaz le dicen el “Bajaditas” porque se apea de la bici en la subidas y la vuelve a montar en las bajadas. Empezó en el primer grupo, pero ahora pedaleamos casi juntos. Es maestro de Tae Kwon Do, me dice. Me aconseja cómo hacer lo cambios de velocidades. «Mantén el mismo ritmo siempre, así te cansas menos».

Día 3

El tramo más complicado se acerca: cuarenta kilómetros pendiente arriba. La autopista del Sol hace justicia a su nombre. Durante casi cuatro horas de pedaleo, no hay árboles o colinas que hagan sombra. Pasamos por la depresión del río Balsas. «Después de este tramo, todo es bajada», nos informan. Pepe se emociona.

A mi bici le falla la cadena. «¿Te quieres subir?», me preguntan en la barredora. «No, pero mi bici ya no aguanta». Me bajaron de la camioneta una bici de aluminio. Me quedaba un poco grande, pero pedaleaba mucho más rápido. Pronto me acerqué al tercer grupo

Después de 30 kilómetros, nos dicen que lo peor ya está por pasar. En el descanso, uno del segundo grupo le dice a su compañero: «¡No! ¡Aunque me digas que ya todo es descenso, yo no me subo más!». Sonrío. El primer día me comparé con ellos. Son altos y fornidos; yo, pequeño y enclenque, pero resistir no es cuestión de fuerza, sino de voluntad.

Dormimos en Chilpancingo. Mañana pedaleamos el último tramo.

Día 4

Salimos apenas se mostraba el sol. El aire se sentía fresco. Atravesamos Guerrero, estado poblado por montañas y guerrilleros. Todo empezó durante la Independencia. En sus colinas se escondía el ejército Insurgente, liderado por Vicente Guerrero. Luego, le siguió Guadalupe Victoria. Ambos eran mulatos, como casi todos en la costa chica. Ahí llegaríamos.

Pepe Díaz se detuvo en una palapa y nos dijo que ahí bebían la cerveza obligatoria. “Jarocho, ¿te vas a tomar una?”. Me dice jarocho porque soy de Veracruz. “Pues si es la obligatoria, ¿qué otra opción me queda?” le respondo con falsa resignación. Nos sentamos en una mesa desvencijada de madera. Pedimos una barrilitos, que con el calor y un poco de limón sabían deliciosos.

En la parte final ya me sentía un poco sedado, pero llegué entero a la playa. Instalé la casa de campaña antes de que el sol se ocultara en el océano Pacífico. Me dirigí a la palapa donde estaba casi todo el pelotón. «¡Ahí está el jarocho!», me dice Pepe Díaz. «Siempre creí en ti. Estos aseguraban que te subirías en la barredora» e inquisitorial, señala al resto. «¿En serio?», pregunto. Recuerdo que soy chaparro y enclenque. Nada atlético. ¿Quién apostaría por mí? Pero lo que me falta de músculos me sobra en voluntad. Me sentí orgulloso de mí. Logré acabar 400 kilómetros de recorrido con un corazón roto y una bicicleta de acero. Nada mal.

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Trompicones

Si aprendí a andar en bicicleta, fue gracias a mi orgullo y a mi hermana.

A mi hermana le apodamos “Rana” por sus grandes ojos . Cuando la recuerdo de niña, me la imagino chimuela, con pantalones de mezclilla rotos, camisa desacomodada y el cabello largo y desordenado. Era broncuda. No le importaba que yo fuera dos años mayor que ella, mucho menos que fuera hombre, se ponía al tú por tú conmigo. Y siempre agarraba mis cosas, sin permiso.

Así un día la descubrí con un desarmador y con mi bicicleta. Le quitaba las ruedas de apoyo. Yo casi no la usaba, menos aún me atrevía a quitarle las rueditas de los lados. «¿Qué haces?». «Quiero aprender a andar en bici», me dijo. Yo la miré tan empeñada que no le reclamé nada. Ya sin las ruedas laterales, salió al patio de la privada y comenzó a darse de trompicones.

Desde la puerta de la casa, observé cómo se caía una y otra vez. Los raspones no la intimidaban. Además, la ropa rasgada estaba de moda. No se cansó hasta que comenzó a guardar el equilibrio cada vez a mayor distancia. Entonces, me preocupé. ¿Mi hermana menor iba a aprender a andar en bici antes que yo?

Le pedí que me diera la bici. Finalmente, era mía. Ahora nos turnábamos. Ella pedaleaba hasta caerse. Luego, me tocaban a mí los raspones. Y así, en competencia fraterna, cada uno aprendió a rodar.

«No me acuerdo de nada de eso», me dice mi hermana ahora. Los dos somos un desastre, cada quien a su manera. A cada rato metemos la pata con ganas, pero ahí estamos para señalarnos nuestros errores.

Aún aprendo de ella. Se cae, se levanta y lo vuelve a intentar.

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«Certified Writer» o sobre prostituir las manos

No me gusta la palabra «escritor» aunque esté en inglés: writer. Pero necesito unas tarjetas de presentación  y un cargo. Agarro Certified Writer. Tomo el título de mala gana. Lo leo una y otra vez mientras diseño la tarjeta, la mayor parte del tiempo sin prestarle atención. Mi nombre está arriba de Certified Writer, en negritas. A la izquierda coloco un logo; abajo, mi información de contacto. No quiero imprimir muchas tarjetas, solo salir del paso. «Unas diez bastarán para venderme». A esas palabras de mi mente sí les presto atención: para venderme.

El plan es levantarse temprano e imprimir la tarjeta en opalina, pero me acuesto tarde por hacerla. Es de dos colores y con una tipografía sans serif.

***

Salgo en bicicleta a mediodía con mi camisa favorita y con una mochila azul en la espalda donde cargo el candado y la laptop. Será un día pesado, pero al menos encontré voluntad de salir. Como aún me pierdo a donde quiera que voy, me pongo los audífonos para escuchar una voz femenina e ibérica que me indica dónde doblar, dónde seguir.  Aún así, me pierdo.

***

Harto del calor, me meto en la primera imprenta que encuentro. Anuncian tarjetas de felicitación, invitaciones a bodas, quince años y quién sabe qué tanto más. No veo «tarjetas de presentación», pero en un cartel aseguran que si no lo tienen, que lo pidas y te lo hacen.

Recargo la bici afuera del local, sin candado. Doy las buenas tardes y pregunto: «¿Hacen tarjetas de presentación?». «Sí, ¿cómo las quieres?» me responde la recepcionista. Es una chica más alta que yo. Su piel es blanca; no blanca blanca. Es blanca como un papel opaco, quizá un fabriano. Me sonríe mientras me muestra tarjetas impresas en mate, en couche y otros nombres que enumera sin que le preste atención. «Solo quiero imprimir una pocas tarjetas», le digo. Supongo que no es un pedido común. Conozco unas cuantas imprentas y todas hacen el trabajo en grandes volúmenes . «Te conviene más que sean mil. Mil en couche te cuesta 546 pesos, mientras que unas cien te sale en doscientos». Cien aún me parecen demasiadas tarjetas. No me imagino a quién le daría cien tarjetas con mi nombre, solo para cumplir con un trabajo que no sé cuánto tiempo haré porque no creo que me guste hacerlo por demasiado tiempo. No me gusta venderme. «Solo quiero unas diez. Ya traigo el diseño». Piensa un poco y por ese gesto me simpatiza. No es una burócrata. «Podríamos imprimirte una hoja en opalina. Te costaría ochenta pesos». Sonrío porque yo solo quería unas diez tarjetas en opalina, las que caben en una hoja. «Me parece bien».

Me sugiere meter la bicicleta en el local y me lleva con el diseñador, quien pelea contra un pulpo. Es un tipo rollizo, con barba de chivo y bigote ralo. Está todo sudado. Levanta y baja rápidamente el bastidor que sujeta el pulpo. Cada que baja el bastidor, pasa encima de la malla una racleta e imprime unas alas doradas súpercursis. No deja de trabajar mientras la chica le explica mi petición. «Quiere unas pocas tarjetas». «No, pero no hacemos menos de cien». «Le dije que podíamos dejarle en ochenta pesos una impresión en opalina. Él trae su diseño». El diseñador accede, pero le dice que ella se encarga de todo porque ahora está muy ocupado. Regresamos al local.

En el local le entrego la memora USB. La conecta a la compu. Me siento a su lado y le indico el archivo. Lo abre en Illustrator. «Los colores del logo se invirtieron», le digo cuando veo las tarjetas. «¿Cómo?».«Donde hay azul, debería haber blanco. Donde hay blanco, debería haber azul». Cierra el archivo y lo vuelve a abrir como la gente que apaga y prende el módem cuando no hay conexión. Seguía igual. «Lo paso a Corel, a ver si ahí puedo componerlo», me dice. Supongo que ella sabe qué hace.

No sabe. «¿Cuáles son las teclas para copiar? ¿Control Ce?» me pregunta. «Supongo que sí», le digo sin estar tan seguro porque Illustrator funciona con otra lógica. Suponemos mal. Escribe Control Ve en Corel y no pasa nada. La veo frustarse mientras intenta arreglar el problema que le he traído y me simpatiza. Solo sé usar Photoshop y no diría que sé usarlo. Pienso que ella aprenderá a usar Illustrator, Photoshop y Corel en esta imprenta. Yo no sé nada. Anoche me peleaba por hacer unas tarjetas de presentación en Libreoffice. «Es que yo no estudié diseño, estoy aprendiendo aquí», se disculpa. «Dejo voy por un chico que sí sabe y no está tan ocupado».

El chico es alto, con barba de diseñador de la Condesa. Abre las tarjetas en Corel, vectoriza el logo, cambia los colores. La chica ahora solo tiene que copiar la tarjeta que compuso su compañero y pegarla cinco veces. «¿Y qué estudiaste?» le pregunto. «Enfermería, pero la dejé». Quizá no aguantó la trajina. Yo no la aguantaría. «Es una carrera pesada», digo según yo para consolarla. «Para mí no tanto porque me gustaba estar en el hospital». Mi hipótesis fue errada. «Entonces, ¿por qué la dejaste?». «Por problemas en mi casa, me acabo de salir de ahí». Habla un poco de su madre y se nota que le cuesta de trabajo, como a mí me cuesta hablar de mi padre. Ahora quisiera conocerla mejor. «¿Cómo te llamas?» me pregunta aunque mi nombre está en la pantalla, en la tarjeta de presentación. «Paulo, con U». Escribe «Paulo» y se abre la carpeta que se llama PAULO en la USB. Ella cree que no se guardó. Crea otra carpeta llamada «Paulo» dentro de la carpeta llamada «PAULO», guarda los archivos y expulsa mi USB. Luego, busca la carpeta en la computadora para copiarla en otra memoria. Sé que no la encontrará. «Pues si te gustaba, no deberías abandonar la carrera» le digo, bien poco original. «Sí, la retomaré en un año» dice sin ocultar la alegría que le causa pensarse nuevamente en el hospital.

«¡Ay, creo que copié el archivo en tu USB otra vez!». Sabía que lo había hecho, vi cómo lo hizo. Le pasé el pendrive y lo volvió a colocar en el ordenador. Mientras repetía todo, me pregunta: «¿Y tú qué haces?». La tarjeta de presentación aún está en la pantalla. Debajo de mi nombre dice Certified Writer, un cargo mamón que solo copié porque sonaba bien para venderse. Hubiera preferido poner «diletante», o «extraviado», o «el que sube la piedra cada mañana sobre la cima de la montaña».  Respondo mientras veo su mano izquierda de papel fabriano a unos cinco centímetros de mi mano derecha con pelo en los nudillos: «Escribo».

***

En los últimos años solo he prostituido mis manos. Me he vendido. Trescientas palabras para decir que Steren tiene los cables UTP categoría 6 más BARATOS y de MEJOR CALIDAD. Quinientas palabras —¿o mil?— para enfatizar que en Walmart encuentras las MEJORES PROMOCIONES del BUEN FIN 2015. En 1 500 caracteres, resumir una entrevista al director de email marketing de Amazon México, la cual firmará con su nombre. Reportar los muertos que hubo durante otra «sangrienta» noche en la ciudad de México. Llenar las redes de textos cuyo único fin es ser vistos y cliqueados.

No todo ha sido horrible. Hubo textos que disfruté hacer desde la investigación. No dormí durante toda una noche para dejar impecable un artículo sobre drones. Aún me emociona imaginar qué habrá sentido el biólogo mexicano que descubrió la flor más rara del mundo. Hasta Sísifo puede tener días felices.

***

«Escribo», le digo cuando me pregunta qué hago yo. Responde «¡Ah!», sin emoción alguna. Siento vergüenza. Quizá piensa que soy un vago o un nene consentido. ¿No lo soy? Aunque mover los dedos me haya dado para pagar la renta. Ella me causa simpatía, quizá porque la veo como una de las enfermeras que me atendieron cuando estuve en una vez en terapia intensiva.

O quizá me causa simpatía solo porque se salió de la casa de sus padres e intenta ayudarme lo mejor que puede con lo poco que sabe de Corel e Illustrator.

***

Ahora sí copió bien el archivo. Saca la memory stick y se levantaMe quedo solo en el local. Me veo en el reflejo del vidrio. Veo mi camisa favorita con sus cuadros de colores rojos, azules y morados. Está un poco vieja y sudada, pero fajada no se ve mal. Mi barba está delineada. Intento sonreír. No importa el esfuerzo, nunca lograré ser atractivo en este país. No soy capaz de rascar los uno setenta metros de altura ni parado de puntitas, ni de parecer un colonizador recién llegado al Nuevo Mundo.

No importa tu aspecto, solo debes saber venderte. Practico con voz queda frente al reflejo: «Muchas gracias, ¿cuál es tu nombre? Bueno, ya tienes mi tarjeta de presentación». Qué mamón. Solo pregunta su nombre y dile que confías en que será una buena enfermera, que no siempre todo es tan sencillo como quisiéramos o que esperas que todo se le resuelva y que pueda terminar su carrera. Al menos le regresas un poco el favor que te hizo al hacerla sentir bien. A ver, practica:

«Pues muchas gracias… ¿cuál es tu nombre». Me mira un poco extrañado el diseñador que entra al local mientras yo hablo solo en voz baja. Pregunta que si se pudo hacer lo de la tarjeta y le digo que sí. «Creo que la chica fue a imprimirla». Un niño sigue al diseñador como patito. Él se voltea y le dice: «Vamos a ver dónde anda Citlalli».

Se llama Citlalli. Ya no tiene sentido preguntarle su nombre, ya lo sé. Ella no sabe que lo sé, pero si no hay verdadera curiosidad, no me sale. Podría decirle solo «Gracias, Citlalli».

El diseñador ve la bici y se pone a preguntar que si es cara, comenta que se ve muy práctica y dice que se nota lo buena que es. Me empiezo a desilusionar. Si llega Citlalli y está el diseñador, ya no me sentiré con confianza de hacer plática. Quizá es lo mejor, ¿por qué le interesaría hablar conmigo? Me he emocionado porque casi no conozco a nadie aquí y ella me recibió con una sonrisa.

***

El diseñador sale del local cuando Citlalli regresa con las tarjetas en un pequeño sobre transparente. Se veían más de diez. «Será por el grueso del papel». Citlalli ya no sonríe. Por mi parte, ignoro si logré coordinar una sonrisa. En lugar del «¡Gracias, Citlalli!», solo logro balbucear «gra-a-axias». Casi corro hasta que recuerdo que debo pagarle. Después intento hacer un poco más de tiempo, «¿Sí me diste la USB?». «Sí. Sino, busca, pero yo me llevé la negra». Sé que se llevó otra USB, pero en verdad no encuentro la mía. Reviso en el bolsillo derecho, en el izquierdo, en los de atrás, en la bolsa de la mochila, en mi compu. Nada. Repito. Nada. Tercera vez. Aquí está. Evito su mirada y me concentro en guardar mis cosas a la mochila. Tomo la bici y mientras me acomodo la mochila, Citlalli sale como apurada del local y yo solo logro despedirme con un tenue «que estés bien», más parecido a mera fórmula social que sincera preocupación.

En las siguientes cuadras encontré más imprentas. «Son más necesarias que los escritores», pienso y me pregunto si no es una ironía.

***

No me gusta la palabra «escritor». Al menos no me gusta verme como uno. En inglés tiene menos peso, quizá porque hay de todo tipo de escritores: copywriters, screenwriters, playwrights, songwriterstypewritersghostwriters, etcétera. Hasta donde sé, ningún erudito ha pintado una raya entre el writer y el resto de los mortales que teclean como monos y que, solo gracias a que las combinaciones posibles son infinitas, de vez en cuando sacan una buena frase. En español hay quienes distinguen entre el «simple redactor» y El Escritor.

En el currículum siempre pongo «redactor creativo». La verdad, preferiría ser solo un profesor.

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Guanábana dulce

Casi no volteo a ver el jardín de mis abuelos cuando voy de visita. Está deshecho. El pasto se secó por completo hace más de diez años y solo queda un montón de tierra negra. Sin embargo, algunas plantas aún crecen. Las mañanitas florean en los bordes. Un pequeño árbol sobrevive en una de las jardineras. Y junto a unos arbustos, hay un guanábano.

«¿Quién trajo ese guanábano?» le preguntó mi tía Ana a Güicho. «Lo trajo Paulo», le respondió. Yo, la verdad, no me acuerdo haber plantado un guanábano en la casa de mis abuelos, aunque puede ser. Me la pasaba mucho tiempo en ese jardín.

Jardín descuidado, sin pasto. Dos arbustos y un árbol de guanábanas o guanábano.

Cuando iba en preescolar, me dedicaba a regresarle sus hojas delgadas y rasposas a las ramas del pino, ahora ausente. Como todo pino, nunca se quedaba sin hojas, ni en invierno, pero a mis cuatro años jamás había escuchado la palabra «perenne». A mí me habían dicho en la escuela que en invierno se caen las hojas de los árboles y en la primavera les salen. Pensé que, si de alguna manera impedía que perdiera todas sus hojas un árbol, el otoño nunca llegaría.

Después de que murió mi abuelo, ese pino poco a poco tomó un tono dorado marrón. Por primera vez perdió todas sus hojas y, ¡zás!, lo cortaron.

Había otro pino que llegó al jardín por mí. Me lo dieron en una campaña de reforestación cerca de mi primaria. Era un pino feo, parecía un alambre torcido con solo unas cuantas hojas que le crecían como pelos parados y verdes. Por su tronco chueco, era claro que solo causaría problemas. Desde que lo planté, intuí que su destino era ser cortado. No recuerdo haberle pedido permiso a nadie para sembrarlo, sentí que no me dejarían. Me dirían lo mismo que cuando pedía un cachorro: «Muy bonitos de pequeños, pero al crecer, nadie podrá hacerse cargo de él». Por eso lo puse en la esquina del jardín y esperé a que creciera en silencio y sin llamar la atención. Así pasaron los años. Volteaba a verlo de vez en cuando y observaba cómo sigilosamente empujaba la barda. Después de que mi abuelo falleció, mis tíos lo notaron en la esquina del jardín, cerca de la calle y de la casa del vecino. ¡Zás! También se fue.

Luego sembré una semilla de girasol. Era menos problemática que un árbol, así que me olvidé pronto de ella. A los quince días estaba erguida y con sus pétalos amarillos dirigidos al astro. Yo estaba impresionado. Para mí, fue como si saliera de la noche a la mañana. Me senté un rato en frente de la flor para comprobar que en verdad giraba con el sol. Era como apreciar el horario —la manecilla más corta del reloj. Volví a olvidarla hasta que se marchitó.

Me decepcionó un poco que se marchitara la flor. No sabía nada de flores. Quería observar de dónde sacaban los girasoles sus semillas. Suponía que salían justo de en medio de la flor y que un día la tiraban. No vi ninguna semilla tirada. Murió la flor y después no supe qué pasó con la planta ni con sus semillas. No volví a sembrar girasoles.

En otra ocasión enterré una pata de pollo. No esperaba que crecieran pollos o patas de pollos enmoladas después, por supuesto. Solo pensé que con el tiempo, esa pata se fosilizaría. No lo vería, alguien más lo haría dentro de mil, diez mil, cien mil o un millón de años. Me parecía de suma importancia enterrar ese pollo en el jardín pues no entendía de qué otra manera, después de extinta la humanidad, la gente del futuro —que no serían humanos, por supuesto— podría saber de la existencia de los pollos. Y saber que nos los comíamos. Todo lo que necesitaban saber estaba en esa pata mordisqueada por mí. La dejé limpia y preparada para el porvenir.

Supongo que ese proyecto se cebó. Los perros de la casa escarbaban seguido en la tierra. Cada que los veía husmeando, pensaba que descubrirían la pata de pollo y la verían como un botín, arruinando así mi legado fósil.

Me acuerdo de todo eso, pero la verdad, no recuerdo haber plantado nunca un guanábano. Sí recuerdo que a mi abuelo le encantaba el agua de guanábana, pero casi no la tomaba porque la guanábana es difícil de conseguir fuera de temporada y suele ser muy cara.

A mí no me encantaba el agua de guanábana. Me gustaba su sabor, pero me fastidiaba encontrarme con una semilla en cada sorbo. Me parecía molesto chupar la semilla para quitarle toda la pulpa. Sin embargo, como a mí abuelo le gustaba tanto, trataba de disfrutarla como él lo hacía, ignorando los inconvenientes mientras juntaba las semillas sobre una servilleta. Sí después enterré las semillas en el jardín; no lo sé, pero puede ser. Suena a algo que hubiese hecho de niño. Quizá sembré las semillas para que después mí abuelo tuviera las guanábanas que quisiera. Quién sabe si fue así, pero ahora hay un guanábano en el jardín y me señalan como el responsable.

Semillas de guanábana sobre una servilleta

«Ha estado dando tantos frutos el árbol que ya solo se caen, Paulo. Hay un montón ahí tirados que nadie se comió ya», me cuenta mi tía.

Llevo unos días en la casa de mis abuelos y apenas veo bien el jardín. Reconozco el guanábano y me trepo al árbol para bajar uno fruto maduro. No es un árbol muy grande, pero ya solo hay guanábanas en la copa. Su tronco tiene varios machetazos y está lleno de hormigas negras y pintas que me pican mientras avanzo sobre el tronco. No puedo bajar la guanábana con la mano, cae directo al suelo. La recojo, la llevo a la cocina y la pongo en un plato. En el lavabo, le quito la tierra, las hojas secas y las hormigas que se le pegaron al caer. Me preparo con ella un licuado. En cada sorbo, siento una semilla que chupo y pongo en una servilleta. Al terminarme el licuado, veo el montón de semillas en la servilleta. Por un momento pienso en sembrarlas, pero me digo: «No tiene caso. Mi abuelo murió hace más de diez años».

Fruta de guanábana sobre un plato.

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Cómo la luz nos arruinó la noche

No pensaba en escribirte. Pensaba en la luz de los focos. Me quedé despierto por trabajar y dejé la luz del cuarto encendida. Mi sobrino quiso dormir conmigo, pero como yo no pensaba dormir, él se quedó acostado en un sillón, tapándose los ojos con el brazo.

Me sentí un poco culpable al verlo. Algo leí sobre dormir con la luz encendida. Perjudica al sueño. Entonces comencé a pensar en cómo la luz de los focos arruina el cielo estrellado. Sin darme cuenta, mi pensamiento se acercaba poco a poco a ti.

A mi sobrino le gusta subir a la azotea «para ver las estrellas», dice. Aquí no es la ciudad de México, pero no es un buen cielo. Creo que se conforma demasiado. Tiene nueve años y no ha viajado mucho. Es como yo: le basta reconocer a Orión y su cinturón para sentirse contento.

«Debería existir un texto que nos hablara sobre cómo la luz nos arruinó la noche», pensé cuando lo veía dormir. Como no conozco ninguno, me dispuse a escribirlo.

No sabía cómo empezar. Quizá con un relato de la zona norte de Chiapas, donde vi por primera vez una estrella fugaz. Me levanté a mitad de la noche y todos los compas estaban absortos, con la cabeza levantada, viendo hacia el cielo. Tú sabes que ellos se levantan muy temprano, por lo que me pareció muy extraño verlos tan tarde despiertos. Recordé que los choles siempre han sido un pueblo de astrónomos y me sentí acompañado junto a ellos. En algún momento vi pasar a una estrella fugaz. No volví a ver una en mucho tiempo.

«Podría empezar por ahí y después señalar que la noche no es tan oscura», me dije. Apareciste en ese momento en mi mente. Los dos, a trompicones, caminábamos a tientas cuesta arriba. Tú ibas al frente. Esa noche no me parecía tan oscura, aunque sí era muy fría. Nos sentamos en la terracería a ver las Leónidas. Nunca antes vi tantas estrellas fugaces. Regresamos helados a la cabaña. Me pediste ayuda para calentarte y…

Planeaba recordar después las noches con mi telescopio en Veracruz, pero ya no quería escribir sobre la luz y la noche, solo quería escribirte y compensar un poco todo lo que en los últimos meses no nos hemos dicho.

No sé si te llegue este mensaje. No me atrevo a enviártelo directamente. Me duele no entender qué pasó. No quiero mortificarme pensando qué responderás. Si no dices nada, prefiero creer que nunca lo recibiste. Y quienes lo lean sin saber a quién me dirijo, que se convenzan que solo es un ardid para hablar de la luz y la noche.

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Calor y sopor

En Veracruz todos los días hace calor y aún así la gente comenta que qué día tan caluroso.

En la ciudad de México nunca hace calor, aún así algunos días comentan que qué día tan caluroso.

En Guadalajara no sé si siempre haga calor. Ahora es primavera. A las cuatro de la tarde todos están empapados, pero nadie se atreve a señalar lo obvio. Qué calor hace.

Aquí no entiendo al sol. Son las cuatro de la tarde, pero los rayos nos pegan como si fueran entre las doce y las dos.  Tratamos sin mucho éxito de protegernos con la sombra de los edificios. Mi sobrino se tambalea al caminar. Cuando fui a recogerlo, se encontraba de cuclillas con la cabeza entre las piernas, durmiendo.

Al subirse al camión, Luis Ángel escoge el lado de sol, no sé por qué. Miro de reojo a los pasajeros. El calor los venció ya. No intentan refrescarse ni un poco. Los peinados de las mujeres están arruinados, como si les hubieran echado un balde de agua salada encima. Solo el chongo de una señora parece haber sobrevivido. Sin embargo, la señora se rindió al sopor. Su cuello trata de hacer una L, mientras el chongo se mueve como una boya con el balanceo del camión.

Mi sobrino se recuesta sobre mí y se duerme. Yo echo para atrás la cabeza y lo sigo. No despertamos hasta que nos encontramos a unas cuadras cerca de la bajada. Me cuesta hacer que se levante. Se para, camina y brinca ya en la bajada. Siento como si se fuera a ir sobre las ruedas del autobús. Aunque me asusto, no le digo nada.

Las calles de la colonia están empedradas. Mi sobrino se tambalea aún más entre las piedras. Me imagino en un western. Guadalajara siempre me ha parecido nombre de western.  Veo a una cuadra a un señor en triciclo. Suena su campana. Me quejo.

«¿Qué vende? ¿Vende nieves? ¿Cómo voy a saber qué vende si no lo grita?». Ángel, como si mi comentario le hubiera molestado, me señala «¡Tío, aquí la gente no grita!».

Desde una camioneta llaman al señor del triciclo, que se voltea y deja ver un cartel que dice «Nieve y tejuino». Una niña se baja emocionada mientras cantalea suavecito: «¡Te-jui-no!»

Se me antoja el tejuino, aunque no sé qué es. Quizá alguna vez lo probé. ¿En Oaxaca? Me lo imagino como un agua fría con un poco de cocoa, con grumos. Me aguanto la curiosidad y sigo adelante. Pienso en lo que dijo Luis Ángel, que la gente de aquí no grita. Me siento un poco mal porque sé que no estoy en casa, pero no estoy en casa porque en casa nunca me siento en casa.

Ángel y yo nos recostamos al llegar y nos quedamos dormidos. Ya no vemos el anochecer. Aquí el sol se mete hasta las ocho y media. Demasiado noche para mi gusto, aún para ser horario de verano.

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Número cabalístico

«Tiene quince días que llegué aquí», me dijo el cerrajero. Se ve chavo, pero me dice que ya tiene siete años en el oficio. Me cuesta creerle, no solo porque se ve chavo.

Se tardó casi una hora en abrirme la puerta. «Esa chapa está perra», me había advertido en un inicio. «¿Ah, sí? La abrieron en otra ocasión en corto». Pensé que quería chorearme.

Sacó sus herramientas. Metía y sacaba ganchos como si viera cuál quedaba, pero ninguno hacía mover la tranca. Él perdía la paciencia y yo con él. Quería que la puerta ya se abriera e irme.

En la casa tenía las maletas casi listas. Tiraba un par de cosas a la basura, levantaba otras, tomaba mis cachivaches y a la mierda. Pero dejé las llaves dentro de la casa, con el celular. Pasaban de las ocho y media. Llamé desde un teléfono de monedas a una cerrajería y me senté a esperar.

Soy olvidadizo y recurro a los cerrajeros seguido. No estoy acostumbrado a que sean tan jóvenes. Traté de no desesperarme cuando mentaba de rodillas frente a la puerta. Me llamaba «camarada» y solo por eso me esforcé en no perder los estribos. Me imaginé que era comunista, aunque lo decía con demasiada naturalidad, como un «huey», un «loco», o un «compi».

La puerta se abrió y me apresuré en despacharlo. Me faltaban doscientos cincuenta pesos para pagarle, así que me acompañó al banco. Platicamos en el camino. Me preguntó si aún alcanzaría metro y cómo podría llegar. Supuse entonces que no era de aquí, pues a las diez y media se preocupaba por no alcanzar transporte.

Le dije que tampoco soy de esta ciudad. «Soy de Veracruz, pero ya tengo quince años viviendo aquí». Fue ahí cuando me confesó que él tenía solo quince días en la ciudad.

«Llegué para aprender más. En León no hay tantas chapas de seguridad. Haz de cuenta, allá me tocaba abrir unas siete a lo mucho cada mes. Mientras que aquí en esta semana ya llevo ocho».

«Pues yo ya me voy de aquí», le dije. «Espero no volver». Y el corazón se me apachurró un poco. Me costaba creer que ya me iba. Quince años, después de todo, son un chorro.

Llegué a la terminal con más maletas de las que podía cargar. No creo en la cabala o en la numerología, pero cuando el camión salió, hacía pocos minutos que había comenzado el quince de mayo.

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